Si Machiavelli viviera en estos tiempos políticos, con seguridad sería un escritor costumbrista. Las formas de ejercicio del poder en los EE UU, China, Rusia y Corea del Norte rebasan los consejos en El Príncipe. Ahora mismo la elección presidencial en los EE UU exhiben los caminos perversos de la política.
La convención demócrata del lunes aportó algunos elementos, entre muchos otros ocultos. La oradora principal fue Michelle Obama, esposa del expresidente Obama (2008-2016) que entregó las llaves de la Casa Blanca a Donald Trump: los estadunidenses que habían votado por –decían– un humanista, un afroamericano y un humilde funcionario del poder optaron cambiar en 2016 por un demonio sin freno, racista, machista, depredador, déspota y los adjetivos negativos que se quieran poder.
Y ahora un oscuro, tímido, temeroso y deficiente Joe Biden quiere que los estadunidenses cambien de nuevo el enfoque de su voto. Pero como la personalidad apocada de Biden no alcanza, entonces el establishment liberal decidió colocarle una candidatura a la vicepresidencia con valores anti Trump: Kamala Harris, mujer, negra (no afroamericana, salvo por caracterización generalizada), progresista, californiana, fiscal, pero cuya presencia en la fórmula opacó a Biden.
Para terminar de fijar las primeras pinceladas del escenario, Michelle Obama fue la oradora principal en la convención virtual demócrata del lunes 17 de agosto, y nubló al candidato con su discurso: no se refirió a la candidata Harris y más bien puso a brillar su propia estrella. Y como si faltara alguna sazón especial, su frase más destacada fue: “Joe (Biden) no es perfecto”. Y eso que su misión era exaltar al candidato para motivar votos a su favor.
Las primeras interpretaciones no faltaron en los medios críticos: Michelle quiere ser candidata presidencial en 2024, dentro de cuatro años; si Trump gana la reelección, tendrá un escenario ideal para su competencia; pero Biden tendría dos escenarios a su favor si gana: optar por la reelección en 2024 o empujar a su vicepresidenta Kamala Harris para la candidatura, dejando a un lado a Michelle. Y de ganar Harris, tendría cuando menos como opción formal, la reelección en el 2028. Por lo tanto, la posibilidad presidencial de Michelle Obama depende de la derrota de Biden.
En varias publicaciones estadunidenses están revelando por qué Obama decidió impulsar e imponer la candidatura presidencial de Hillary Clinton en 2016 y no la de su vicepresidente Biden, quien en dos ocasiones anteriores había sido un fuerte precandidato presidencial: primero, porque Biden nunca fue de las confianzas de Obama, siempre lo desdeñaba y evitaba darle funciones; y después, porque Hillary representaba el mismo bloque de poder –financiero, militar, bursátil, liberal e industrial– que Obama.
La red de intereses que dominan el capitalismo estadunidense puede inclinar la balanza a favor de cualquier candidato, en tanto que a los presidentes de los EE UU los eligen 538 colegios electorales o votantes y no el voto popular. Los intereses del grupo de poder de Hillary en el 2016 fueron mayores a los que dominan el funcionamiento del gobierno. El discurso ideológico de Trump que convenció al establishment iba más allá del racismo antinmigrante y tenía que ver con la recomposición de la clase trabajadora, el modelo de educación y los tres valores que dominan el capitalismo estadunidense: competencia, codicia y explotación, y Hillary representaba la acumulación personal de riqueza y poder.
El discurso de Biden-Harris es, de modo natural, contrario al de Trump, aunque Biden como vicepresidente hubiera apoyado el modelo de capitalismo clásico de Obama. Y a Biden le está pesando el lastre del candidato socialista Bernie Sanders y sus planteamientos de control de la riqueza, de impuestos especiales a las más ricos, de gratuidad en salud y educación y otras medidas populistas que aumentarían la burocracia estadunidense y cargarían el costo en el presupuesto que sirve sólo para la defensa nacional. Lo paradójico de Biden es que es un capitalista tradicional, pero está obligado a ser progresista social. Obama prometió bienestar a afroamericanos y migrantes, pero destinó el gasto público a salvar a las empresas clave del capitalismo estadunidense.
En los EE UU se juega la Casa Blanca como centro de poder en donde Machiavelli sería el ideólogo por excelencia: salvar al Estado –incluso de sí mismo– sin mediar en los medios, pues el vulgo sólo quiere resultados. Y lo que está en juego en los EE UU –y por circunstancias agudizadas por la pandemia del COVID-19– es el dominio militar, económico y comercial del mundo, no el bienestar de las minorías, sobre todo con China como zopilote tratando de comerse los despojos estadunidenses.
Los ciclos de poder en los EE UU en el modelo de Arthur M. Schlesinger son internos y externos. Y hoy los EE UU disputan el control imperial del mundo con China y Rusia, dos naciones cuyas cabezas presidenciales de poder no dependen de los relevos democráticos, sino de los controles autoritarios. En el juego suma-cero de la geopolítica, lo que pierda Washington lo capitalizarán China y Rusia. Y frente a Vladimir Putin y Xi Jinping podría aparecer el tibio Biden, caracterizado, con sorna, por Trump como Dormilón, el enanito del cuento de Blanca Nieves que dormía todo el tiempo.
En los setenta días que faltan para las elecciones del martes 3 de noviembre próximo los grupos de poder que controlan a los EE UU decidirán por Trump o Biden, en medio de una recomposición de poderes mundiales y de nuevas alianzas estratégicas,
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