Según nota del viernes pasado, del prestigiado periódico El Financiero, el consumo de pastas en México se disparó en respuesta a la pandemia. En conjunto creció en un 48 por ciento en el mes de marzo en comparación con los meses de enero y febrero. Destaca el mayor consumo de sopas Maruchan que creció en un 77.7 por ciento y el de pastas Barilla en 65 por ciento.
Las pastas de La Moderna, las de mayor consumo popular y dominantes en el mercado, incrementaron sus ventas en un 10 por ciento. Menos que las anteriores, lo que se debe a que tenían menos capacidad ociosa. Sus directivos declaran que no fue fácil abastecer las compras de pánico, y contrataron más trabajadores para operar sus cinco plantas las 24 horas del día.
La lectura del artículo tiene un tono bonachón. Que en medio de esta crisis a algunas pocas empresas les pinte bien parece positivo.
Pero yo soy aguafiestas; a mi me parece terrible en lo inmediato y amenazador en lo futuro. Me acordé que hace unas semanas una señora de recursos medianitos (su marido es un técnico que trabaja a destajo, las hijas tienen un puesto de fritangas, de banqueta, en una colonia popular) me dijo que como el huevo estaba muy caro ya le dijo a su familia que comerían más frijoles. O pasta, supongo.
El incremento substancial en el consumo de pasta se ajusta precisamente a la advertencia que lanzaron conjuntamente la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), y la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), al principio del confinamiento. Señalaron que podría ocurrir una baja en la calidad de los alimentos que consume de gran parte de la población mexicana. Y comer más pasta significa que se come menos de lo demás.
Nos urgen estadísticas precisas, generadas en tiempo real, para saber con precisión quienes (hombres, mujeres, niños, bebes), en qué regiones (campo – ciudad, norte sur) sufren hambre o han empeorado su alimentación. Así lo digo porque la alimentación de la mayoría ya era mala.
Nos falta precisión pero lo que se puede afirmar es importante. Sabemos en primer lugar que lo que ocurre no es parejo. Para unos la vida y la comida sigue bien; los más, seguramente están en dificultades.
Por lo menos 20 millones de trabajadores y sus familias sufrieron una caída brutal en sus ingresos; unos 11 millones por perdida total del empleo y otros nueve millones por caída de su clientela o cambio a una actividad menos remunerativa. Esto significa millones de familias a las que no les iba tan mal pero que en los últimos meses se han sumado a los crónicamente subalimentados. Tal vez no tanto en cantidad, pero definitivamente si en calidad.
Se podría aventurar a ojo y sin exagerar, y que me desmientan con datos precisos, que probablemente la mitad de la población nacional está en situación de inseguridad alimentaria conforme a la definición de los organismos internacionales mencionados. Es decir que tienen incertidumbre sobre su futuro, empleo, economía familiar, y si tendrán para comer en unos días, o semanas.
Viven en carne propia lo que acaba de decir el Fondo Monetario Internacional, que México tendrá un bienio 2020 – 2021, malo. Sobre eso hay alguna incertidumbre compartida en altos círculos; podría no ser malo… sino peor. Porque a esta pandemia no le vislumbramos el final.
Todo lo contrario, la situación empeora en Europa, Estados Unidos y no parece que nos estemos quedando atrás de ellos. ¿y si llegó para quedarse? Así que si para algunos hay incertidumbre financiera, otros no saben que tendrán para comer.
El caso es que millones de familias se aprietan el cinturón y reducen el consumo de alimentos de mayor calidad, con mayor contenido en proteínas y micronutrientes, como plantas, verduras y frutas, por aquellos en los que predominan las calorías. Lo cual genera situaciones de hambre oculta, se llena el estómago pero faltan micronutrientes y esa carencia se tiende a satisfacer comiendo más… pasta.
Lamentablemente la inseguridad alimentaria y su efecto en dietas no saludables no son un asunto pasajero sino que dejan huellas permanentes cuando es una situación crónica o que dura meses, tal vez años. Los más vulnerables son los menores de dos años que pueden tener un crecimiento inferior al normal que los marcará física y mentalmente para toda la vida.
Los menores de cinco años pueden tener un peso y talla menores al que les corresponde. Mujeres en particular, y también hombres, pueden ver afectada su capacidad para trabajar y ganarse la vida en el futuro.
Las deficiencias nutricionales han sido claramente asociadas en estudios científicos a las principales enfermedades no transmisibles: cardiopatías, enfermedades vasculares, insuficiencias respiratorias y cáncer. Ahora tal vez habría que añadir deficiencias inmunológicas. Estas son las principales causas de incapacidades y muertes.
Por cierto que el principal problema alimentario es el exceso en el consumo de sal. Así que un incremento en el consumo de las muy saladas (y con azúcar) sopas de preparación instantánea, no es de celebrarse.
La mala alimentación tiene un importante costo oculto; el incremento de las enfermedades no transmisibles. Pero para no sesgar habría que decir que el tabaco, el exceso de consumo de alcohol y el sedentarismo (estar sentadote todo el día) son los mayores contribuyentes, pero sola o acompañada, la desnutrición empeora todo.
No conocemos, repito, la magnitud e impactos diferenciados del empeoramiento nutricional en marcha. Pero si se puede afirmar que un añito o dos en esta mala situación alimentaria nos puede dejar una herencia de debilidades en la población, sobre todo si se trata de niños, y de costos en el sistema de salud que puede durar una generación.
Así que entre los que toman decisiones debieran hacer sus cuentas y pensar en medidas de urgencia para contrarrestar el deterioro nutricional de la población: encarecer los alimentos dañinos que generalmente son los más procesados; abaratar y hacer accesibles los alimentos frescos y variados, que por cierto son los que más están contribuyendo a la inflación; apoyar a los pequeños productores y a las cadenas de distribución cortas, nacionales, regionales y locales; y una fuerte divulgación (tal vez recuperando los tiempos oficiales de radio y televisión) sobre lo que puede ser una alimentación saludable en tiempos difíciles.
El horno no está para… la desnutrición