Allí está la familia completa, el amigo, la amiga, recortados para siempre en un cuadro pequeño. Al rededor de una ventana circula la pared con su viejo teatro en las antiguas casas.
En la casa de los abuelos quedan unas cuantas palabras de antes, pero quienes ahora ocupan la casa rentada no hallaron nada, un vacío cualquiera.
El pasado se vuelve misterio inmediato. En las casas más viejas crecen los espacios llamados recuerdos. Cada día alguien pregunta, actualiza las fechas que cambian si alguien la confunde con otras.
En la alcoba principal se desliza el
paisaje y el antes como en las novelas de época. La cama amplia con libros en la espalda, enfrente un librero. Y tú, abuelo, desde tu barba blanca me lees un cuento. La abuela atiza una chimenea de peltre, voltea las tortillas y dispersa el humo que se esparce en su mágico azul transparente.
Son ricos. Lo tienen todo alrededor de la casa. Los chiquillos corren y encuentran al abuelo, dan vueltas, dan otra vuelta y vuelven ya con la barba partida, los ojos profundos y el pelo entrecano. Considerando eso, en la casa aún está el pasillo, pero sólo en la memoria de 8 gigas. Ahora hay un espejo solitario y minimalista, blanco como un elefante chiquito. Detrás de la casa se esconde alguien. Eso todos los niños lo saben, y cuando nadie los ve, van a buscarlo al patio de su mundo imaginario de triciclos sonrientes. A las 12 del día el abuelo clava un clavo para que le hablen a la hora de comer y no lo hallan con las manos vacías, guarda el martillo en el cinto y recoge la primera letra con que empieza la primera palabra en la mesa.
En el árbol, todavía en la mente, hay nidos barrocos y hay también manera
de verlos sentados en una piedra. Es una ciudad reducida a un solar, las calles llevan a puertas que abren sésamos, recámaras esenciales y valiosos recintos sagrados de los adultos.
En los abuelos hasta un simple buenos días es algo grande. Comienza uno a ser un pez en el agua, un ser importante. En el mar de puertas y ventanas los abuelos llevan el tiempo y un timón en las manos.
Todos los abrazos están aquí junto al mundo del otoño. La casa cumplió la profecía del libro, las paredes aún resisten los temblores, hay más flores abajo y arriba de las macetas, caracoles eternos viéndonos.
La casa de los abuelos es grande según la mirada. Por el tipo de ojos sabes quién va llegando alegre y optimista. La luz intensa solda el suelo con el cielo, une, pega los objetos para que no se caigan de su existencia.
Que uno sepa los abuelos no son tan viejos como los abuelos de antes, se pintan el pelo y andan como si nada en la calle comprando, luciendo sus nuevos trajes, en un restaurante.
La casa de los abuelos quizás sean varias en vez de una como en muchas casas modernas, pero hay una sola que recordamos: la del andamio en la banqueta, la del enjarre que no pintan, la que tiene una bugambilia en la puerta y un enjambre de abejas, una cochera llena de carros, un solo foco, la casa más grande que existe bajo las estrellas con un carrito de aguas frescas, dos pesos sobre la mesa, un señor y una señora felices, viendo el milagro que impulsa la carrera de los nietos alrededor de la casa. HASTA PRONTO.
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA