PRIMERO: LA RAMPA, QUE DON MANOLO no construía, y ahora no se lo quitaba de encima por culpa de Carmen, y ésta, ahora, no hacia bien su trabajo; y al no hacerlo bien tendría que despedirla. Su segundo problema: el polvo. Lo había sido durante toda su vida, y ahora más que nunca.
La solución la encontraría en un comercial después de una telenove- la turca. El anuncio presentaba un pequeño robot plano que aspiraba en cualquier superficie, lo que la convenció fue ver como la maquina se tragaba una bola pelos.
—Eso es lo que necesitamos —dijo casi levantándose de su silla.
Ordenó a Carmen buscar una en internet. Cuando Carmen dijo que valía más de 200 euros, cantidad
que la señora Higuera no pensaba gastar ni tenía, pensó: Tal vez deba acostumbrarse al polvo, de la misma forma que se estaba acostumbrando a las visitas del casero. Se preguntaba de que tanto podían hablar aquellos dos. Nunca lo supo. Su último pensa- miento, antes de abandonar su hogar, fue preguntarse si Carmen había encontrado el amor.
Una semana antes de que el departamento quedara vacío, fue
el cumpleaños de la señora Higuera. Ese día, Carmen llegó más temprano de lo habitual. La anciana la escu- chó desde su cuarto. La llamó dos, tres veces, para que fuera ayudarla. Carmen solo decía: Ya voy, ya voy. Diez minutos después, levantó a la vieja, la baño, la maquilló y la vistió con prendas elegantes. Al principio, protestó, pero al ver el comedor decorado con letras que decían “Feliz Cumpleaños” se le olvidó. Apretó la mano de Carmen, quiso decir gracias, pero no dijo nada. Carmen la abrazó y le deseo un feliz cumpleaños. A unos metros del comedor había una caja, no muy grande, la perrita Caye no paraba de olisquearla. Agarró un montón de confeti y lo arrojó por los aires. La señora Higuera vio su piso aún más sucio.
—Tranquila —dijo Carmen—. Es parte del regalo.
Tomó la caja. Y, al abrirla, sacó algo con forma de pastel negro. En
la parte superior decía: Nebulosa,
era un robot aspirador. Cayetana,
la perrita, al verlo no paró de ladrar corría de un lado a otro, sacando los dientes, la anciana le dio un golpecito y dijo que se estuviera quieta. Con la cola entre las patas se fue a acostar a la cocina.
—¡Pero esto vale una fortuna! — dijo la señora Higuera.
—La verdad —dijo Carmen—, la encontré en una tienda de segunda mano. Casi regalada. Ayer la probé en casa y funciona a la perfección. —Carmen apretó un botón. El robot aspirador salió de su base, y se tragó todo el confeti del suelo. Anduvo un rato por el departamento recogiendo polvo. Después se apagó y regresó a su base.
A las once y media, doblando
la esquina, apareció Don Manolo. Platicaron durante un rato, el casero prometió que su regalo iba a ser la rampa. La señora Higuera, además de no creerle, no contestó. Le pidió a Carmen que la llevara dentro. Antes de irse Don Manolo pidió a hablar con Carmen. Se alejaron un poco.
Lo único que escuchó la anciana fue: Regreso en una semana, espero que te gusten las sorpresas, Carmen sonrió. Eso fue un jueves, ninguna de las dos tenía idea que sería la ultima vez que verían a Don Manolo.
Apenas al entrar al departamen- to, la perrita Caye no paró de ladrar al robot aspirador. Sus ladridos retumbaban en el lugar; daba vueltas; corría de la sala al cuarto; y regresa- ba a ladrarle al robot. Tuvieron que ocultar un poco la máquina entre cosas viejas para calmar al animal. Antes de irse, Carmen le dio las pastillas a la señora Higuera, le dijo que la aspiradora estaba programada para empezar a trabajar a las 7 de
la mañana, para que no se asuste si escucha ruido, dijo y cerró la puerta.
Lo que despertó a la señora Higuera, no fueron los ruidos de la máquina, sino los brincos de Caye que subía y bajaba la cama, temblaba. La anciana trató de tranquilizarla.
—Ay Caye tan tonta, no pasa nada. Anda, vamos a dormir otro poco. A esperar a Carmen.
Así siguió dos días más Caye, alterada. Entonces, la señora Higuera pidió cambiar el horario, pues si no se moría de vieja la iba a matar su perrita de un infarto. Cuando Carmen se agachó a cambiar el horario de encendido —a las once—, la señora Higuera se percató que las cosas viejas, que tapaban al robot, ya no es- taban. Preguntó sobre su paradero y Carmen dijo: Las guardé en el closet.
Al día siguiente, la señora Higuera vio que faltaba una silla en el co- medor. Preguntó y Carmen no supo responder. Acusó a Carmen de ser una sudaca ladrona. Que mientras dormía ella le robaba lo poco que tenía. Carmen no toleró los insultos, dejó a la señora Higuera en su cama y dijo que renunciaba, que se largaba, que ella no era ninguna ladrona. La abandonó en la cama, y antes de partir la anciana gritó: Llévate tu robot que no lo quiero ver. Claro que me lo llevó, contestó Carmen, y en ese momento se activó la máquina. Caye que las veía a las
dos desde el pasillo comenzó a ladrar, la señora Higuera la perdió de vista, escuchaba los ladridos. De pronto, la voz temblorosa de Carmen dijo: Se- ñora… Y se azotó la puerta. Caye corrió ydeunsaltosesubióalacamayno quiso bajar en todo el día. El coraje, producido por la discusión, la cansó, y se quedó dormida.
Eran las dos de la tarde. Tenía
que conseguir a alguien, levantarse y buscar su silla de ruedas; en el cuarto no estaba. Maldita, Carmen, pensó. A lado de la cama tenía un bastón que hacia años no usaba. Con esfuerzo se incorporó, dio dos, tres pasitos, y es- cuchó de el sonido de la máquina. No supo si alegrarse, pues la casa, por lo menos, iba a estar limpia o si Carmen la dejó para torturarla. Cuando salió del cuarto, sus ojos se abrieron tanto como su boca. De su departamen-
to solo quedaba el comedor, de lo demás no había ni rastro. Vio al robot aspirador deslizándose por el piso. Caye se puso delante de su dueña dando ladridos. La máquina avanzó hacia el comedor, y la señora Higuera observó con sus propios ojos como aquella cosa se tragaba la mesa, dándose cuenta que había cometido un error con Carmen. Caminó lo más rápido que pudo hacia la puerta, pero era vieja y sus movimientos torpes; el bastón temblaba. La aspiradora aho- ra avanzaba hacia ella. Caye trató de detener el avance y fue succionada. La señora Higuera resbaló y perdió el conocimiento; el bastón desapareció.
Al despertar, intentó despegarse del suelo, pero tenía el hombro dislo- cado y la cadera rota. Gritó de dolor. Pidió auxilio. Nadie respondió. Sus párpados volvieron a cerrarse.
El sol entraba por una ventana, había pasado la noche en el piso. Intentó arrastrarse, fue inútil. De pronto, escuchó aquel sonido aterra- dor, eran las once de la mañana. El robot comenzó a rodearla como lo haría un buitre. Después, se colocó frente a ella. Y la señora Higuera a través del agujero que tenía la má- quina vio un vacío; un negro infinito, aterrador. El robot avanzó hacia ella. La señora Higuera sintió el viento,
la succión. De aquel vacío brotaron pequeños destellos de luz. Cuando
la máquina estuvo más cerca de su rostro, de sus ojos, distinguió que
los puntos blancos eran estrellas, y más allá vio colores hermosos, era el espacio, el universo, y una sombra lo cubrió todo. Una criatura amorfa, una enorme masa nebulosa, la miraba
y la esperaba, y ella rio a carcajadas y lloró al mismo tiempo. Se había convertido en polvo, y se preguntó si Carmen había encontrado el amor.
Después, el apartamento quedó vació.