Asomarse a uno mismo no es fáci, no es recomendable por ningún motivo, es como echarse un clavado en una alberca sin agua, corres el riesgo de estrellarte en el fondo de cosas inexplicables.
El ser humano tiende a esconderse de sí mismo y de los demás, esconde lo que realmente vale la pena, los prejuicios que a la sombra lo desvanecen pero a la luz del día engrandece; él no lo sabe, existe una lucha intermedia entre ser y no ser, una negativa por recordar y otra por olvidar lo qué tan eficientemente hubieres aprendido en la confesión de parte ante un padre que a su vez enjuaga las manos de Poncio pilatos.
En el nombre del padre y del Espíritu santo juramos decir la verdad pero un segundo antes nos arrepentimos de lo que nos arrepentimos o dijimos cosas que no debimos haber dicho o nos damos cuenta que olvidamos algo. Lo cierto es que es la inventiva causante casual de que andemos navegando con bandera de optimistas cuando la verdad es que anduvieramos arreglando esos pequeños detalles con los cuales nos volvemos insoportables y son tantos inobjetables pues aborrecemos al ser inferior que sin menoscabo, y no siempre con buenas intenciones, nos lo dice no los restriega en el rostro de modo cotidiano.
El examen de conciencia no aplica desde luego. Cuál caso es aquel en el que uno sale siempre con banderas desplegadas al mar abierto luego de cerrar las puertas del cuarto oscuro donde elucubraste tú liberación, oraste al Señor, pediste perdón por todos tus pecados y por ti y te perdonaste. Canonizaste al altísimo y saliste a la calle luego de dos páginas de Paulo Coelho en la parte que dice que eres el más grande del mundo.
Para tener una mejor idea de quién es ese vato que viste y calza todos los días tu Iminevitable compañero de espejo, que después de un bostezo traía hambre y acude al psicólogo de cabecera que en estos casos es tu conciencia fiel compañera, mientras estás de cuerpo presente, hasta que descubres que de algún modo aunque ella no quiera te traiciona. Habla de ti diciendo cosas que no entiendes, que no le has dicho y seguramente son puras figuraciones, son tus verdades a medias, aquello no dicho en la última cena.
Soy ese otro que soñó ser. Habrá quién dignifique su palabra y diga sus metas o defienda sus puntos de vista a capa y espada, justo en el momento para entrar en una controversia, abajo la que jamás logran doblegarte pues el dogma de tu vida ha sido ese inquebrantable y no serás el sujeto que ahora cambie cueste lo que cueste.
Somos también lo que no somos, lo que dicen otros y lo que callan. Somos una parte de los otros, lo que otros desean escuchar, y en el universo somos todo, menos nosotros, pues terminamos siendo lo que otros quisieron que fuésemos. El mismo epitafio final te socaba cuando ya nada puedes hacer y nada haces, pues en tus cuadernos nunca adivinaste la fatal palabra con la cual te juzgaron en dos palabras.
Nunca fuiste un buen hombre ni quisiste serlo, es más, al contrario, muchas veces acudiste al ser bien culero con tal de salvar una afrenta, alguna desavenencia y por dentro también llevabas encargada la conciencia inquieta que te asumía, te revelaba, te quería que te quedarás loco y participarás a la hora inesperada, uno hace finalmente lo que le da la gana hasta que concluye que la gente la conforman otras personas que son lo poco que han leído, lo que les han dicho, lo que algún día vieron, son a la vez otras personas distantes de lo que pensaste, te engañaron, se hicieron monstruos, figuras de cera en la soledad de un pasillo, animales nocturnos de una pesadilla.
Soy lo que soy, el inmaduro, inexperto que gusta de caminar por las calles. Mucha gente cree que siempre ando
a pata, que ando en los micros, que siempre estoy leyendo y escribiendo, y es oficialmente cierto, pero también es falso en las enredaderas de lo inmediato, del diálogo interno en el cual me queda bien claro una cosa, no soy lo que soy, soy ese otro.
HASTA PRONTO.
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA