Hace calor devuelta.Adentro de la biblioteca me acomodo. Entre los libros se percibe el olor de las hojas del tiempo, el palpitar de palabras de antiguos y enloquecidos autores que me llaman.
Llegan noticias de afuera, intermitentes, acerca de las condiciones del clima, se vuelve misterio el saber qué cuentan los bibliotecarios en su alborotado día. Hablan de sí, de la hora de salida, de sus sueños junto a una ciudad que los espera, del cambio climático y de los gatos.
Los jóvenes estudiantes en otra mesa mienten o dicen una verdad irreatible por el resto de amigos de algazara que es la adolescencia. La señora sentada al escritorio de junto se pinta los labios frente a un computador viejísimo de torre horizontal y elabora fichas, etiquetas para libros. Al mismo tiempo la veo por el orificio de un estante y al darse cuenta intenta alcanzar un libro inabordable, ajeno y gratuito, inexistente.
Son las 2 de la tarde en el reloj digital colocado encima donde se anuncian bibliografías de hace un año, en la mesa redonda del pensamiento se me acomodan algunas ideas y recuerdos. Leo un cuento de Calvino dibujando Japón, veo a los japoneses extremadamente atentos y serviciales, el andén de un rápido tren y mujeres que salen al paso a recibirme con una sonrisa reverencialmente oriental.
Yo no soy nadie, les digo mientras doy vueltas a otra hoja con crónicas de Ibargüengoitia, cuentos de Juan García Ponce, poemas de Holalume González de León, palindromas.
Mi amigo Carlos, el intendente, lee una obra de manera intermitente que se hace infinita entre los usuarios y en los años de limpiar uno a uno cada libro, cada estante. Es fácil tomar un libro, hojearlo como si uno en realidad lo estuviese leyendo mientras lees en la pared algo que realmente te interesa o lees de plano.
Cada libro tiene una historia funesta y pecaminosa, una cola que le pisen. Muchos libros vienen de una negación humana, de una investigación fallida que originalmente anunciaban lo contrario. Son viejas leyendas, antiguos mitos, retórica del tiempo en hoja de palabras, en el aire, en los labios que lo hablan.
Sé de quienes hacen libros y quienes los escriben, de aquellos que le asignan una clasificación decimal según Melvil Dewey, sé quién lo diseño en una noche dentro de su buhardilla. Otra clasificación, la de Cutter, le da un lugar al libro según la materia que trate.
Afuera al salir vti al hombre en la plaza incendiando el día con el sol, una mujer reflejando la mansedumbre de la ciudad nocturna iluminada ahora en los reflectores de un flash. Los niños han salido de todas partes y corren en su triciclo por la explanada y es todo.
Y es que los libros también son pájaros en nuestras manos, ramilletes de flores en los labios, cantos gregorianos en los conventos, baúles, vientos interminables, tiempo infinito, amor eterno, lluvia de palabras que cae chipi chipi sobre el cuerpo corriendo bajo la lluvia con un libro en el pensamiento.
HASTA PRONTO.
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA