Primero pasaron los bomberos. Pasaron raudos con sus hombres de batalla colgados del tanque.
Así como usted los habrá visto en las películas gabachas, con su rostro seco y endurecido por el fuego.
A sirena prendida es duro atrave- sar ciertas arterias, fronteras infinitas, inevitables en la circulación de las venas. Al final de cuentas el camión rojo sangre se abre paso con su anuncio de fuego. Uno imagina el terrible incendio, aunque se trate de un solar baldío, un monte que se quema por dentro.
Cuando lo descubren, la gente lo apunta con su dedo índice también de fuego, ese que también sirve para rascarse la cabeza y sacudirse un moco.
Vi el suelo y había polvo suelto y huellas de una bicicleta, moronas de pavimento, papeles y vi el viento quebrantado el negocio de los vendedores de tacos.
Luego pasó un coche blanco con el esquema de permitir el paso a la dama aquella, hasta que esta levanta la mirada para ver el escenario visto muchas veces por esos ojos bonitos que sin embargo se los han de tragar la tierra. No sé porqué pienso eso en este momento. Ella pasa y el sujeto que la mira y de mirarla no se cansa, la sigue mirando muchos días ya casados, y muchos, antes de divorciarse con quien pro creo dos muchachos muy agusto, como el que escribe.
La calle se ha llenado de carros en un intervalo bajo el cual me detengo sin cruzar el arroyo del pecaminoso asfalto. Sólo dos personas iban de aquel lado de la acera en la delgada banqueta de concreto armado hasta los dientes. Iban cada uno por su cuenta, sin datos. Arrastrando su cruz cada cual con su cada quien. La comedia se reducía a unas cuantas personas bajo el sol abrasador para decirlo como dicen los clásicos. El resto, siendo mayoría, sin aprovecharse de eso, se guarecia bajo la marquesina de una tienda.
Luego pasó un perro, de esos que pasan a cada rato, como si anduviera extraviado. Y yo no encontré en ese momento otro estado ideal que el de andar perdido. Uno anda perdido como el perro, pero uno le agrega una pizca de sal, un toque de maldad. Uno debiera someterse a la cultura del perro y salvándose ir al cielo, pues el perro sólo se defiende, en cambio uno ofende.
El perro se perdió atrás de un coche blanco, ¿cuál sería de todos? en esta ciudad hay muchos blancos, y ahí junto estaba una bicicleta amarrada con un mecate. No lo vi claro, pues estaba concentrado en la morra que vende raspas en la banqueta donde se esperan los microbuses. Una niña cuelga de su mano tranquila y ella como madre le habla y de hablar nunca se cansa. Están solas. Uno imagina la errónea historia. Crea sus mundos personales y sublevadas confusiones.
Antes de cruzar este mar rojo que es ahora la calle 10 con Alberto Carrera Torres, veo el campo de batalla, la ciudad y su lucha armada, reconozco el hedor de una calle cualquiera. Dicen que hace pocos años la ciudad llegaba hasta esta calle y luego se regresaba.
El caso es el mismo. Cruzo la calle y emprendo el camino. Agarro calles que nunca había agarrado. La travesía se hace más corta si haces zig zag en diagonal. Hay que aprovechar las plazas, los recovecos de las refaccionarias, los breves estacionamientos y las gasolineras allanando las aceras. No importa, uno pasa por la ciudad como pasa la vida y ponemos piedras a propósito de un cumpleaños o de una quinceañera. Le hacemos texturas a la vida para que nos reconozcan en las calles y nos ofrezca generosa la eternidad de cruzarla con la mirada turnia.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA