TAMAULIPAS.- Amí que me la platiquen con su pelo suelto. Sus esquinas como raíces desde los hombros. Que me la cuenten las canciones, los hombres de palabra en los cafés.
Que digan: esa es la calle y fulanita de tal se llama. Circulo en los pasos apresurados con amplias expectativas de récord mundiales, en la recta final hay un círculo. Una ciudad adjunta echa raíces.
La noche invita a su fiesta de oxidados disfraces y concurso de muecas. Por mi pasaron los carnavales, las plumas de colores y los antifaces negros. Calle desde la nada, desecha en la boca, calle platicada, buscada e infinita. Calle fulana, luego un sol saliendo, perros, gatos desvelados, juntos pero no revueltos.
Hijos de una puerta, creados muchas veces de una escalera. Cerraron la calle, la señalizaron, hicieron que pasara el semáforo y bajara conmigo corriendo como el arroyo como relámpago, como una calle cualquiera con una nube. Los empedrados creemos en los granos de arena, en las piedras azules plisadas de tantos carros que pasan, compañeras del asfalto.
La ciudad detenida en el ulular de una sirena me avienta las luces altas que suelen confundirme con la noche. De este lado de la luna siguen pasando coches por el ocho. Soy uno de tantos héroes callejeros que todavía no existen.
En la víspera, en casa, antes que nada he vuelto a reír con las personas dibujadas. Por si un árbol, hice un resorte de horqueta imaginaria, saco una piedra de concreto, preparo el disparo a los techos.
Reúno condiciones para viento, pero decidí ser ruta de transporte urbano. Me encuentro entre la espada y la pared que me junta y me suelta. Soy calle que empieza y al fondo oscurece o se ilumina según se vea.
Cerca de mí, repentinamente, pasan aburridos barandales, silenciosos abetos, rincones, momentos y sonidos inexplicables. Una puerta se armó de valor y deseó salir a la calle con este aire, cruzando la otra calle.
Para abrir mis brazos cerraré en casa haciendo un crucero donde hay una papelería y la gente pasa a media cuadra. Los Claxons son una colección en el armario cristalino y roto de los oídos.
Adentro y por fuera de nosotros, una multitud acompaña con sus risas al mensajero del ruido. Son las 12. Escuché que dijeron: “no hables”, pero entre tanta gente no aclaré si fue tu pelo el que vi cuando te quedaste para siempre, ola de fuego, rayo de luz de una ventana vintage.
Caminan sobre mí como los gatos, saltan de una vez las banquetas pilladas por los rostros de las personas, bolsitas de nylon, celofán de estrés, papel higiénico, azafrán, colorete, no sé qué, luego una piedra se derrite en mi último zapato.
A mitad de las cortinas se asoma el día en un viejo restaurante, a un lado había un hotel que ahora es tortillería. He visto todo desde el suelo y muchas veces he cerrado los ojos para no verlo, por no ser pavimento.
Si se cae la tarde es porque no supimos conservarla en los retratos, la memoria es pasajera, es un alma, es despacio un olvido verdadero de ciudades anónimas. Me llamo calle según sea el número de asaltos al amor profano, según la cantidad de balcones expuestos a la luna.
Aveces me junto con las casas de concreto y de madera que crecieron como juncos junto al río, mariposas heridas donde antes hubo un sitio prohibido. Hace calor. Qué extraña sensación de infierno.
Qué aplicación apocalíptica y deshidratada del cuerpo, qué version de agua hirviendo. Por el aforo de carros en las horas pico vendo flores frente a un kiosco. Nos observa un indigente que suele ser baterista de un grupo de Houston.
Se pone en verde. Todo circula por mis redes, aplastan el tedio, el tiempo atrás de piedra y petróleo. Hay humo por todas partes del humo. HASTA PRONTO.
CRÓNICAS DE LA CALLE / RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA
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— Expreso (@ExpresoPress) January 5, 2021