Vendo un rato de hace rato que estuve sentado en la banqueta viendo el paso de un camión distribuidor de cerveza. No tengo un peso en la bolsa, de modo que si vendo parte de mi vida, como mililitros de mi sangre, es por necesidad y bien pudiera quedarme con eso como con muchas otras cosas con las que quisiera quedarme. Con el tiempo he hecho viejo el tiempo, ese de no traer ningún peso en la bolsa, a ver si se vende. Es un espacio añejo. Ha de ser caro vivir en el fondo de esta bolsa con mucha historia de manos vacías y humedades, manos apretadas por otras manos, manos ahí dejadas, olvidadas por el cuerpo.
Vendo y compro, pero no es la venta en su principio por sí misma. No es vender por vender. No es la venta ventajosa que hace el brillo de los ojos de quien te hace víctima. Ni la habilidad generosa del banquero generoso que genera confianza, para que le entregues con holganza el trabajo de toda una vida en una carretilla. Que sea más bien un intercambio de pedradas.
Lo que vendo son pasos dados irrecuperables que he guardado, que al paso de su paso y de otros pasos se volvieron retórica de quienes pasan. Se volvieron voces válidas, palabras de consuelo, iluminación de espejos y descubrimientos terribles para seguir adelante caminando por las banquetas.
Señor, señora, ofrezco por ejemplo una tarde entre los trigales, el cielo nublado de codornices, los rayos del sol estrellándose en mi cara y en los aparadores de la zapatería Victoria. Los cambio por nada y por una cobija en cualquier helada mañana abajo de un puente. Acepto gallinas vespertinas en la historia de los mezquites. Acepto que me gusta el fruto del mesquite que creció solo en el patio del recuerdo.
Vendo el recuerdo viéndome. La Mancha en la pared que estoy mirando. El refrigerador que anoche se quedó abierto por la calle Hidalgo mientras alguien leyó al Quijote. Vendo ese hueco abierto herido por el olvido como una casa que respira viendo el aire frío del frío. Hay cosas que no vendería si usted quisiera saberlo cuando pasa, cuando pasara por mi casa o cuando me viera de lejos. No vendo lo que no tuve. Que es como el hueco de un tubo. Fui un tubo por donde sólo pasó la música. Por eso no vendería la última canción de mis pupilas. Así como tampoco tengo intenciones de vender pan dulce en un canasto, ni hay soldados en el techo de mi casa cuidándome
y ya vendí el Cristo que estaba en la pared muriéndose de hambre.
Vendo ladrillos en vez de mi vida. En una carretilla vendo la carretilla y rentó a quien la lleva dormida en un baile. Si usted quiere no le vendo nada. Pero le presto las veces que callé para seguir circulando por las calles.
En cambio no vendo lo que ya dije que no vendo, lo que alguna vez supieron que no vendo. No vendo lo que no quiero, lo que no tiene precio, pero si vendo el escudo, ese que está colgado en aquella pared.
No vendo la ventana anunciada en todas mis palabras que se hicieron pedazos bajo la lluvia del otoño, ni el cristal desparramado en añicos abajo de la puerta, como las lágrimas de todo el año. Ni el pequeño lago imaginario donde se lavan dos manos.
En cambio vendo un camión de volteo pasando por la calzada Luis caballero, de obsequio, sólo en ese instante llévese también el sol que me dio aquel día y que me impidió ver dónde dio vuelta. Vendo además esta idea de seguir los movimientos de cerca hasta atraparlos y guardarlos como un coleccionista de carretillas. Hay muchas cosas que vendo pero que todavía no sé cuáles son, podríamos llegar a un acuerdo. Para mayores informes favor de dirigirse aquí conmigo. Yo las escribo.
HASTA PRONTO.
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA