Doña Tere, murió un domingo por la mañana. Se quedó inerte, serena, como muñeca de plástico, frente a su espectacular televisión. Le encantaban las telenovelas; pero, las películas de Pedro Infante eran su adoración. No se cansaba de ver la historia de Pepe el Toro, y lloraba tan profusamente que sus lágrimas asemejaban una tormenta embarrada en su rostro. Se sabía el guión de esa película al revés y al derecho. “De ver tanta tristeza, en tan poco tiempo, me hace sentir que vivo en un mundo inmensamente jubiloso y feliz”, aseguraba.
El Profe, sarcástico como era, le apodaba Doña Televisa.
Era jubilada del IMSS, donde trabajó por 30 años como enfermera. Tenía un don de gentes formidable: generosa, amable y solícita. Su pensión era, en función de sus necesidades, más que generosa. Por eso pagar tres mil dólares por un televisor de última generación, fue pan comido para ella.
–Es el único vicio que tengo, doctor–me había dicho cuando una camioneta de Walmart, llegó con el aparato un lunes al mediodía.
Avisé a sus familiares.
Tenía cinco hijos, que vivían en Monterrey –dos– y en San Luis Potosí –tres–.
Contaba con válida de petulancia doña Tere, que todos habían hecho carreras universitarias. Dos trabajaban como abogados, dos como ingenieros y el restante se había interesado por el diseño gráfico.
–Murió su madre, ingeniero–dije. Percibí una obscena insensibilidad.
–Yo les aviso a mis hermanos, doctor. Sentí como una mentada su respuesta. Esperé mediodía, que se reportara algún familiar.
No lo hicieron.
Tuve que ir a elegir el féretro y a comprar el terreno en el panteón.
Me acompañaron, congoja sobre su cabello gris, Neto y el Profe.
Entre los tres, elegimos un catafalco de caoba que al profesor le pareció tan bello que pidió uno igual para cuando llegara su día.
–Digno estuche, para una joyita como yo– dijo festivamente.
–¡No digas chingaderas, Profe!–dijo Neto, ofendido por la anti-solemnidad de su compañero.
–¡No seas culo Neto! ¡No le bufes a la muerte cabrón!
Resopló el agricultor:
–¡Tás pendejo Profe! ¡No le tengo miedo a esta pinche vida, cuantimás a la muerte que pa mí, va a ser un descanso!
El personal de la funeraria, entregó el presupuesto y cortó la charla.
Atravesé mi tarjeta de crédito.
–¿Cuándo la vamos a sepultar, doctor?–dijo Neto.
“Mañana, a las cinco de la tarde”, dije. La velamos toda la noche. Nadie quiso ir a dormir. Los cuarenta y cinco abonados, permanecieron en vela hasta que salió el sol. Se veían como conejitos asustados, temblorosos ante la presencia de la muerte que, como mastín, los vigilaba desde lo alto de la caja mortuoria. Parecían querer fundirse en uno solo, para compactar sus miedos. Hablaban en susurro.
El olor de la parca, trenzada con el vaho de las flores, flotaba como opresiva nube en la sala de velación.
Llegaron las cinco de la tarde.
Los hijos de Tere, no estuvieron.
La sepultamos hasta el otro día por la mañana, para dar tiempo al arribo de los deudos.
Lo mismo: ausencia de los profesionistas.
Al tercer día del sepelio, Neto y el Profe, me encontraron mirando atentamente una troca roja que dejaba una densa polvareda sobre la brecha. Debieron verme, inquietantemente pensativo, porque soltaron:
–¿Tuvimos visita, doctor?
–Sí. Los hijos de Tere.
Me abrazaron alegremente, esperando buenas noticias de los huérfanos.
–Que bueno, doctor. ¿Los llevó a la tumba de Teresita?
Les dije, con el amargo sabor del vómito empanizando cada palabra: –Vinieron por la televisión.
POR JOSÉ ÁNGEL SOLORIO MARTÍNEZ-MEDARDO TREVIÑO