El Ángel del exterminio estaba ahí, patético, parado frente a mí. Traía ahora mi cara cargada de años. De arrugas, de silencios, penurias en surcos que se corrían por mis mejillas, cachetes que la gravedad ha doblegado. Rostro herido por las cuchilladas de los años, surcos abiertos por el puritito tiempo, lagañas que las cataratas forman para borrar todas las imágenes. Mi cuerpo, su cuerpo, rescoldo de sueños, de soledades pleno, laguna de otoño cargada de puros peces muertos, siempre al filo de la desesperanza, respiraba a intervalos mientras fumaba un cigarro tras otro, se ponía morado cada segundo, cuando le faltaba el aire en cada bocanada, en tanto producía un gemido al aspirar como desgarrando el sonido, rugía su pecho, se le pegaban los pulmones a la espalda, que se encorvaba doliente, cuando lograba contener el aire en la cárcel de su pecho, sonreía mientras la ceniza de su cigarro iba marcando un sendero fuera de mi cuarto.
Movía lento sus piernas, arrastrando hojas secas de mis últimos sueños, de mis insomnios eternos. Quise cerrar los ojos y no ver la imagen del ángel que cada vez se parecía más a mí. Pero fue imposible, porque volteó a verme, con esos ojos hundidos que últimamente tengo, que se niegan a brillar entre mis cuencas. No habló, sólo me hizo una señal de que lo siguiera. Y lo seguí, tenía un sabor a desventura en mi lengua, como a centavo de cobre, como a preguntas y miedos. Me señaló las cartas que había escrito por años a mi viejita, las tomé sin que me lo pidiera, ahí en ellas estaba plasmado todo mi amor y todos mis infortunios cuando murió, tarde tras tarde yo escribía una carta que doblaba cuidadosamente y metía bajo mi colchón, sabía que ella las leía al momento que yo las escribía. Sentí que el Ángel me pedía que las protegiera, no sé de qué, pero lo obedecí.
Encorvado, delgado, con los cabellos blancos moviéndose como serpientes defendiéndose del aire, se paró en la eterna fila en el corredor, que hacían mis compañeros, los ancianos, en sus mecedoras, en sus sillas de ruedas, en sus camillas. Se paró enfrente de uno y sonrió, caminó cerca de otra y le tocó la cabeza. Así avanzó viendo o tocando a todos. Ellos no lo veían, sólo yo, que seguro estaba siendo testigo de un mal sueño.
Cada que avanzaba notaba más su cansancio, su debilidad y su figura era clarito mi puro reflejo: flaco, atormentado por antiguas dolencias, que de joven las espantaba con una mentada de madre, pero que ahora, cuando llegué hasta aquí, se me habían venido encarreradas trepándose a mi cuerpo cansado, colmado de soledades, de suspiros, de aguantarme injurias, pos para que les voy a engañar y decir que no me han dolido los desprecios de mis nueras, los pusilánimes, pocos güevos y malagradecidos de mis hijos. Sabía que iba a pasar, por eso un día recogí mis cosas y me fui al tejaban que hacía muchos años había construido el abuelo cuando mi padre le dijo que no aguantaba su mirada de viejo. Por eso mejor decidí traerme lo más preciado, la foto de mi vieja y mi ropa, para que no me doliera tanto cuando ellos vinieran a quitarme la casa grande. Pero también me traje mañosamente la chequera, con hartos cheques, pa que me siguieran buscando los cabrones.
El Ángel del exterminio cerró los ojos cuando vio a tantos viejos ahí, sólo esperando la muerte, porque de olvidos ya estaban hasta la madre. Alguna de ellas rezaba un rosario, otra cantaba una canción de cuna, otro nomás veía la puerta y escupía el camino por donde había entrado al olvido, otro se acomodaba la ropa como si fuera la coraza que lo protegía del infortunio, una más sólo se sentaba orgullosa, aparentando que no pasaba nada, que era feliz aquí. Cuando llegó junto a la hermana Magda la abrazó fuertemente y lloró con ella. La hermana sintió un escalofrío que le recorría el cuerpo, pero no le hizo caso y siguió atendiendo a los viejos enfermos.
El Ángel fue hasta donde estaba el campanario de la capilla, cogió la cuerda con sus manos e hizo sonar la campana muchas veces. Mientras me pedía otro cigarro. Y se fue sabrá Dios a dónde, ya no lo vi.
A usted, doctor y al Profe los vi salir apresurados a pedir la mano de la cómica. Cuando regresen les contaré mi sueño que tuve sin dormir y les preguntaré si ellos no sintieron los escalofríos de las horas, a pesar del sol que se negaba a ocultarse, que se estampaba en el cielo sin dejar salir a la noche.
POR MEDARDO TREVIÑO-JOSÉ ÁNGEL SOLORIO




