–Mataron al Güero– dijo el doctor.
Lo vimos, como nunca: agobiado, preocupado.
Se peinaba, insistentemente el pelo con los dedos de su mano derecha. Bebía el café, mecánicamente; a diferencia de cuando lo disfrutaba con una exclamación que salía como chasquido, a cada trago. Era como si intentara, ayudarse a pasar por su garganta el asqueroso bolo formado por el miedo, la furia y la incertidumbre.
Nos contó que había sido emboscado sobre la brecha 12, por un comando enviado de Matamoros. Dijo que era riesgoso para el refugio, porque el nuevo jefe de Plaza, siempre venía tumbando todo lo hecho por el desplazado.
Tuvo razón.
Tres días más tarde, llegó al asilo, un pelao chaparro, pelo como de jabalí, bigote grueso, de tez oscura, que se presentó como el Jarocho. Llegó amablemente. Comentó, con voz amigable: “De aquí pa adelante se va a arreglar conmigo, doctor”.
–¿Cómo es eso señor?
–Sí. Cada mes me entrega la mitad de lo que cobre.
–Es gratuito–dije a quien miraba escrutador todo el lugar.
–En la vida, nomás resollar es gratis–dijo el bandido.
Me le quedé viendo y pensé:
–Este cabrón no tiene madre.
Pareció leer mi pensamiento.
–Ya los ayudó mucho, doc-
tor. Un millón de dólares, es mucha lana pa que esté ahí nomás parado. Los dólares, tienen que dar a ganar; son como los marranos: si no se reproducen, el dueño pierde.
Sus escoltas, abrieron la puerta de su troca doble cabina. Él, tranquilamente se sentó en el sitio del copiloto. Desde ahí, comentó con la mirada puesta en la brecha: “La próxima semana, platicamos”.
El Profe, miró con un dejo de cuestionamiento al doctor. –¿En qué piensa don Neto?
–Pienso en lo que piensa hacer, doctor.
Se quedó ensimismado. No respondió. Creo que no podía responder; al menos en ese momento. Nunca lo he visto, como hombre de respuestas rápidas. Igual que el Profe, el doctor, es pausado, reflexivo. No toma decisiones apresuradas.
Un sábado, llegaron dos enviados del Jarocho. Ambos, traían terciada una AK 47 y
en la cintura una escuadra. Vestían pantalón de mezclilla, botas, sombrero, y camisa a cuadros. Los dos, dejaban ver sus brazos tatuados, el más joven llevaba colgando de su cuello, una Virgen de Guadalupe de oro del tamaño de una cajetilla de cigarros.
Buscaban al doctor.
Le lanzaron el mensaje de su jefe. “Tiene, doctor, una semana para dejar este lugar. Dígale a los viejitos que se deben ir. El nuevo dueño, lo único que les puede dar, son siete días más”. No respondió el doctor. ¿Qué decir, ante la orden tan contundente como culera?
El doctor, se encerró en su oficina.
Se hizo una asamblea de socios. Ancianos y ancianas, escucharon la nueva de la administración: el cierre del refugio. Tenían, ocho días para buscar una nueva ubicación. “¿Por qué doctor?”, preguntaron varios. Argumentó, lo más inverosímil: él, se marchaba a Los Ángeles, con un primo que necesitaba cuidados porque había tenido un accidente; el financiador del asilo, tenía problemas económicos; el Ayuntamiento, les quería cobrar mucho de predial.
Fue el día más triste del refugio.
Y de quienes formábamos esa comunidad.
El Profe, resignado me dijo que se iba con su hijo. Ya le tenía preparado su cuarto. Y hasta un carro para que se moviera en la ciudad.
Al otro día, entró el Profe sin avisar al cuarto.
–¿Qué chingados estás haciendo, Neto?
–Lo que se debe hacer en esos casos–dije, aceitando los fierros.
–Así no se arreglan las cosas–dijo en tono de cautela.
Pleno, alegre, con el pecho lleno de oxígeno, dije:
–Cuando desentierras la pistola, lo mismo que cuando la desenfundas: es para tronarla.
POR JOSÉ ÁNGEL SOLORIO-MEDARDO TREVIÑO




