TAMAULIPAS.-Con cualquier número de asistentes diría que ganó. Claro, preparó un discurso para cada escenario, considerando la cantidad de concurrentes. Tuvo que usar uno de los que menos le gustaban. Los votos recibidos lo colocan cerca del 20% del electorado, y sólo apenas por encima del 10% de la población. Sí, son bien pocos los sufragios refiriéndolos al número de habitantes. Se comprobó que la República está en manos de un grupúsculo que grita mucho, pero convence poco.
Abusó de todo, de medios de comunicación masiva, tanto televisivos, como radiales y telefónicos, incluso, de las vendidas redes sociales. Ya en la desesperación, propaló una tronante convocatoria al través de secretarios de Estado, rebajados a nivel de arlequín.
La competencia por las palmadas del amo originó severa disputa entre gobernadores, senadores y diputados oficialistas, llegando a todos los niveles de la burocracia, en la que obligadamente debemos incluir a los intelectuales inorgánicos, esos, que en la mayoría de los casos no terminaron una carrera o jamás la ejercieron, pero que si algo les sobra es saliva.
Peor que en elección de pueblo matraquero, todos los ujieres y ayudantes del autócrata se batieron en el lodo de la manera más servil posible, enorgulleciéndose de haber atropellado toda normativa, disposición o medida cautelar dictada por las instancias competentes, haciendo mofa de la observancia de la ley.
Nos llevaron a esos oscuros tiempos en que los caciques hacían gobierno de cantina; legislación de alcoba y justicia en los chiqueros. Un profundo y amargo trago de tercermundismo, que se amenizó con las risas y peripecias de Mario Delgado, quien decidió divertir a la turba.
El problema que estos estadistas de pacotilla destacaron, es y será, el árbitro, quien dicen no les hace justicia, ya que impide que jueguen sucio cambiando las reglas a cada paso, o bien, pasándose fichas por debajo de la mesa o repartiendo cartas marcadas. ¡Así no se puede!, diría la versión azteca de Robespierre, en una de esas nos gana el contrario.
En manos de Morena no hay que mandar al diablo las instituciones, ellas van solitas. Pero en medio de la vorágine poco ilustrada, aún existen algunos funcionarios que no aspiran a hacerse del poder, sino a cumplir con el mandato que la Constitución les encargara, aunque ello implique ser investigado, insultado y hasta procesado.
Se dirá que forman parte de la mafia del poder, o que se trata de neoliberales, pero, para eso sirve la ley, que tan burlonamente López Obrador desprecia, pronunciando frases dichas por quien, siendo un abogado decimonónico, aspiró a reelegirse, hasta que la providencia o alguno de los suyos, le ayudara a bien morir.
Sí, en los Estado de derecho, y no en un vulgar remedo de éstos como en el que vivimos, las leyes marcan el cauce y derrotero de lo que deben hacer, sin tapujos ni simulaciones, los servidores públicos. De forma que, cuando se abusa del poder, es la clara luz del derecho la que evidencia al infractor; al violador, y al delincuente, haciendo distinto a éste de quien ha cumplido con la encomienda que emana del nombramiento público.
Pasados los histriónicos momentos de la espuria consulta, es momento de que la ley se aplique de manera exacta, puntual y rigorista a toda la caterva de corifeos que buscaron congraciarse con el instigador. Es tiempo de que se diga el derecho, de lo contrario, el proceso electoral del 24 será una versión magnificada de la ridícula puesta en escena que vimos hace unos días, protagonizada por lo más granado del mapachismo patriotero.