Las ciudades cambian, mutan en la alforja de sus sueños, y crecen sin control en los espacios urbanos.
La ciudad se entrega a quienes detentan el poder político y económico.
A cambio de ínfimas prebendas y el descaro de la repartición fuera de un sistema urbano planificado.
La ciudad en que yo nací, en el Barrio del 18, a la sombra de la sierra y el remedo de las frondas de los árboles frutales y los caminos alternados de piedra y pavimento se desvanece.
Es el llamado progreso “organizado” que no es otra cosa que la explosión de la desventura y la fatalidad urbana como culto a las grandes avenidas y a los automóviles olvidando al peatón, la gente común de las banquetas y las plazas derrumbadas, al acoso total de las fritangas a borde calle y de banquetes en una apropiación incontrolable del espacio público.
No hay orden de tránsito, la gente cruza por donde se le da la gana y los semáforos duermen despiertos ante la mirada ausente de los agentes de tránsitos.
Las sirenas suenan todo el día como las de Ulises que regresan a Itaca, para decir que existen, pero no, aquí cada quien maneja como se le pega su chingada gana.
La Republica Omapafa, tiene sus fueros, y las placas calzadas por choferes al vapor llevan sus peligros a todas partes.
La ciudad del calor humano se ha perdido en la alegoría de los centros comerciales, en la avalancha de los Oxxos, en los restaurantes de lujo que recorren triunfante el norte de la ciudad.
El Olvido, es causa común en el Centro Histórico, la arquitectura que huele a gente, a ciudadano se desvanece como flor de un día, un día que fue la cariñosa Ciudad Victoria.
El abandono lacerante, total olvido de nuestros ricos, de nuestros magnates que fincaron su fortuna en el centro de la Ciudad, La Fabulosa Calle de Hidalgo se han ido al norte a pasear su riqueza o invertir en Monterrey sus ganancias bien o mal ávidas. Y la ciudad, la de arquitectura vernácula, de sillar, ladrillo y de piedra, se desmorona ante la mirada melancólica de nosotros.
Los viejos edificios están a la espera de que se derrumben y se conviertan en jugosos estacionamientos.
Una ciudad, que crece y hunde su riostro en la memoria de lo que fue ayer.
No hay defensa por la ciudad, no hay una plaza que ventile la alegría de vivir, melancolía que tenemos de ser niños, de amar a la ciudad.
Plazas como la Hidalgo, centro turístico natural, es una escena del deterioro social, mobiliario urbano destruido, sin pintar, desorden, basura y carencia de iluminación.
La Calle de Hidalgo que infló los bolsillos de decenas de mercaderes y agiotistas sin destino es ahora tierra de tianguistas, que ufanos destilan el aceite y los malos olores apropiados de un territorio urbano sin autoridad.
POR ALEJANDRO ROSALES LUGO