Imaginemos un solo día. Al lavarnos los dientes sospechamos que el agua pueda envenenarnos. ¿Y los alimentos? Al despedirnos de nuestra familia, nos invadiría una duda que corroe el alma: alguien les puede hacer algo, ya sea en la ruta o en el empleo. Al pasar frente a nuestro banco, nos preguntaríamos si las finanzas de la institución están en orden. Es el infierno.
Al lidiar con nuestros compañeros de trabajo, no habría un minuto sin atención a un acto de pillería. Y así todo el día. Llegaríamos a casa, miraríamos fijamente a nuestra pareja y hurgaríamos en sus objetos en busca de señales de infidelidad. Si en la vida personal la desconfianza es veneno, lo mismo ocurre en las sociedades. La confianza es la argamasa que nos permite edificar un futuro común, el edificio de acuerdos firmes. Porque cuando estos se quiebran, las sociedades se desmoronan. La desconfianza —en su paroxismo— es una enfermedad, paranoia: “Desconfianza no realista”. Quienes la padecen, viven en el horror, piensan que, en el acecho permanente, ven peligros por doquier. Un niño educado en la desconfianza muestra un alma temerosa. La reacción frente a este padecimiento es, por desgracia, la sospecha sin tregua y el intento por pertrecharse con todo tipo de armas y murallas.
Cuando un gobernante genera sospechas en la sociedad a la que se debe, todos nos enfermamos. Quiere reelegirse, quiere controlar al Judicial, quiere desaparecer al INE, quiere imitar a Cuba, quiere romper con EU, quiere controlar la producción científica, quiere adoctrinar desde el aparato educativo y el de salud, quiere expulsar a las empresas petroleras y un largo etcétera. Al principio todo sonaba descabellado: quiere una nueva constitución. Pero llevamos corroborando que esas intenciones perversas se han transformado en actos de gobierno. Conclusión: sí quiere. Gobierna amenazando, destruyendo, guiado por la desconfianza.
Los cimientos se tambalean ante los ojos de los ciudadanos: violan la ley sin recato. La especulación tiene licencia para ir tan lejos como quiera. Quiere militarizar al país, sonaba exagerado. Ahora es una realidad en todo: del Tren Maya a las aduanas. Pero cuando los ciudadanos son testigos de que los gobernantes violentan la norma sin pudor, que se burlan de ella, el andamiaje de certidumbres institucionales que conforman el Estado se desquebraja. Nuestro Presidente y su partido —vaya espectáculo su elección interna— hoy representan la ilegalidad: deferencias hacia los narcos, ataque y destrucción de instituciones, presiones y amenazas a juzgadores (incluso los abogados de EU salieron en defensa de sus colegas mexicanos), también a periodistas, ocultamiento de los dineros públicos, no hay límites: el gobierno es el origen de muchas de las violaciones a la ley en todos los órdenes, desde DH, T-MEC, a la impartición de justicia.
El día de ayer hubo otra inyección de autoritarismo. El titular de Ejecutivo habló, indistintamente, de una modificación al reglamento interno y a la ley, de una reforma, de un acuerdo, todo para que la Guardia Nacional pase “totalmente” al mando de la Sedena, “independientemente de lo que resulte de la reforma constitucional”. ¿Más claro? Primero va su voluntad, por su miedo a que sus “adversarios” fantasmales reviertan sus caprichos. Nadie le advirtió de la aberración jurídica de ese dicho, ¿o le dio lo mismo?
Por desgracia, a menos que la oposición por fin decida empezar el camino y salga de su letargo, mucho me temo que la desconfianza inyectada desde el poder nos ahogue. Sin confianza en los cimientos institucionales del Estado, la violencia seguirá avanzando, las inversiones huirán, a la economía le faltará una pata, los ciudadanos despreciarán el servicio público y la kakistocracia —el gobierno de los peores— se consolidará.
• El 2024 se simplifica: ni derecha ni izquierda, ¿a favor o en contra de la legalidad? Queremos tranquilidad en nuestro gran hogar, exijamos rectitud.
Por Federico Reyes Heroles