8 diciembre, 2025

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El hombre que leía los días

CRÓNICAS DE LA CALLE/ RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA

Los días claros y serenos , los días tormentosos, los rayos, los truenos son palabras que vemos, es un género literario de cuando llueve.

El día es democracia obligada del alfabeto y un pueblo completo.

De modo escrito es imposible probar el agua o alimentarnos, pero hay algo de sed cuando se lee.

Uno es la palabra que va en los labios y en los ojos, saliendo siempre, delatando a su aliado.

Uno cree o no lo cree.

Entre las palabras y sus sombras vamos respirando, a veces la palabra escucha y entonces alguien, no sé quién, dispersa las voces sobre un papel. Soy la sombra de uno que lee.

Sé es pared y aquel que la brinca, el que persigue al que persiguen, se es un caballo y un gran campo, cuando la palabra quiere hace un pozo y un techo, un rincón y un diluvio que lo cubra todo. El mundo es la palabra dicha, la primera y la última que se dijo.

La palabra es entre nosotros la hora exacta, la noticia, la curiosidad, la fuerza de la neta, es el poeta más que el poema, es quien la dice.

La palabra es la literatura de cada quien.

La palabra en cierta manera nos aleja de lo que en realidad somos. Es una embajadora en un país extranjero.

Nadie puede maldecir en una cantina y salir de ahí con aire desenvuelto. Antes se armó la trifulca en la prosa, entre la pasión y la razón, entre la lucidez y Ia embriaguez de dos que andaban bien pedotes.

Caemos a las primeras palabras o no caemos.

He notado que hay un lado oscuro al otro lado del que escribe, la biografía personal se transforma en oscura novela, en divisa dramática de un caballero que regresa de las cruzadas de la colonia Mainero.

Pero hemos traspasado las palabras y hemos perdido todas las batallas.

Las guerras no se ganan. Fuera de las palabras surge la mano pachona, alguien empuja primero y da el primer jab que sangra en las palabras del otro.

Y volvemos como a la noche, hasta quedar dormidos sin recordar lo que dijimos. Decir palabras debe llenar páginas en el espacio.

En todas partes podríamos encontrarnos con nuestras propias palabras, incluso contradecirnos sin rubor alguno y como Joaquín Sabina, negarlo todo. La vanguardia es un juego de dados, cada palabra se maldice y se enamora.

El que escribe no hace la traducción completa de lo que se sienta con ella. Al final del camino, donde las calles terminan todo se sabe, ahí caen todas las palabras heridas en la cabeza. Entre la aventura y la realidad, la pradera que hay que cruzar con letras parece inmensa y no hace viento.

No hay pájaros ni trabalenguas para entretener a la porra de sol que comienza a insultarnos. La historia de la palabra, una vez dicha, es la historia del hombre que la dice.

Y eso fascina. Ponga usted atención y el de la voz no tarda en regarla, en salir con su batea de babas. A veces me pregunto si de eso trata la vida, si eso completa algo del día o del poema.

La palabra se dice y tampoco se entiende mucho, muere como uno, termina siendo polvo, frases en una nube.

Por otra parte es lindo escribir y que le escriban a uno. Sobre los gestos están las palabras que desencadenan el drama del arte con que la vida se hace.

Sobre las pinturas, en los grafittis, sobre las sombras de la voz de alguien que pasa por la calle, está la puerta, la silla, la uva, el oso que se asea, las palabras que tiernas nos fueron dando la oportunidad de expresar hasta el delirio, o con la serenidad de un Cristo sobre las aguas, todo el resplandor de estar vivos.

HASTA PRONTO

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