TAMAULIPAS.- El alma, siendo la misma desde que nacemos, nos ve crecer. A cada instante el ser nuevo que se desarrolla en nosotros le conmueve. Dicen que antes de ser nosotros de cuerpo presente, fuimos alma buscando un cuerpo. Las almas del mundo, siendo muchas, dicen algunos que es una sola y nunca muere.
Somos inmortales en las teorías bondadosas que nos confortan y nos dan fe, esperanza para continuar. Las religiones se han dividido para cubrir el mundo diverso, disperso, y necesariamente bueno. Y sin embargo habrá quienes dicienten de esto. Nadie quiere morir.
Es la vida el momento, el instante, el pasado es la vida y lo que viene, que sin no llega también nos hace existir de cierta manera. Esa pudiese ser eternidad sí pudiéramos verla. Vivimos una eternidad negada por la desaparición de nuestro cuerpo físico.
Vivimos porque alguien nos ocupa, nos llena, nos vacía, nos acompaña, nos suelta y nos sujeta la mano mientras caminamos. Vivimos la vida nuestra, y en la conjugación del verbo vivimos en todos.
Viviremos mientras alguien nos recuerde. Mientras alguien diga nuestro nombre en silencio y nos piense con cualquier pretexto. Viviremos después del olvido porque la existencia no es para los que olvidan y ellos se la pierden.
En medio de la noche más oscura también hay flores. En la tremenda luz que entra por la ventana, con la misma fuerza, su sombra se expresa. Somos también luz y sombra al decir, al abrir la puerta, al caminar por la banqueta.
La vida de uno es la de todos, por ende: la muerte, escondida entre la nopalera nos encanta con su música triste. En México la vida se extiende entre las flores de sempazuchil y los que caminamos por el planeta damos dos vueltas al rededor de nosotros antes de cualquier adiós definitivo.
Cuando uno nace, muere el niño que todos soñaron y nace el que es realmente. Lo primero que hace uno es ser diferente. Los ojos son iguales a los del padre, sacó a su madre, dicen los que saben adivinar la suerte.
En el teatro de la vida todo se junta en la nada. Baste cerrar los ojos para sentirnos solos, en la incertidumbre; cuando los abrimos nos sentimos contentos de no estar solos, de que alguien ocupe una palabra, un gesto, un fuerte abrazo, para que la existencia sea justa, para sentir la seguridad de estar juntos.
Entonces elaboramos un edificio, quitamos una piedra, movemos un contingente con una palabra y la vida sigue. El mundo gira y da vueltas a la manzana. Corremos y de pronto sin saber cómo, nos quedamos quietos.
No morimos, hemos llegado a un sitio desconocido, ahí hemos estado con los ojos cerrados y abiertos. La muerte que todos designan está en lo que comienza y termina, pero no tiene fecha, no hay nombres, no la queremos, no sabemos mucho de ese presentimiento, de esa sospechosa inexistencia.
La vida es un instante constante, terco, amoroso, macizo, cierto, blasfemo, pecador, falso, inútil, real y fantástico. Vivir es lo mejor que nos ha sucedido. Y es el amor lo que nos hace nacer y nos mantiene vivos.
Vamos y enterramos a nuestros muertos, pero estos, por alguna razón desconocida, se vuelven con nosotros, están en los bolsillos desiertos y en los repletos, en lo que tenemos y en lo que aún nos falta. La ausencia también participa inesperadamente en las fiestas.
Escribimos lo que pensamos al respecto, nos da por creer esto y lo otro. Y si es que uno muere, en todo caso, en su lugar, nacen muchos otros, de tal manera que no habría de qué preocuparse.
HASTA PRONTO.