Ni en el primer minuto del nacimiento, desnudos y berreando, los seres humanos somos iguales. La demostración de esta condición estructural de desigualdad, ya sea por causas naturales o sociales, heredada en todas las seres humanas y humanos, fue una de las grandes aportaciones del economista indio Amartya Sen, Premio Nobel de Economía en 1998. Así, el artículo primero de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, publicada durante el fragor de la Revolución Francesa, en 1789, a saber: “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos” es más un ideal inspirador y movilizador que una verdad que pueda verificarse en algún rincón del mundo, incluso más de 200 años después.
No. No nacemos iguales y libres. Pero hay un acto en el que nos igualamos pobres y ricos, educados y analfabetas, integrantes de pueblos originarios, mestizos, mexicanos de origen europeo o africano, campesinos o empresarios, poderosos o humildes, hombres y mujeres: el voto. Durante los debates del Constituyente de 1917 se le presentó a Carranza la opción del voto universal o voto selectivo. Se argumentaba que los campesinos analfabetos no deberían tener el derecho al voto. El Varón de Cuatro Ciénegas respondió que con ellos se había hecho la revolución y sin ellos no se hubiera logrado, por lo que él creía en el voto universal. Ya sabemos que ese “universal” era de un minúsculo ridículo, pues excluía a las mujeres, nada más ni nada menos que a la mayoría de la población.
Desde 1953, el derecho al voto lo podemos ejercer todas y todos los ciudadanos de más de 18 años. Pero ha sido a través del lento proceso de reformas electorales, iniciado en 1977, que las condicionantes de la libertad para votar y ser votados que afectaban sobre todo a los más pobres y a las mujeres o la violación de la voluntad popular mediante el fraude, han sido moderadas o eliminadas y se ha dado a la ciudadanía instrumentos legales para defenderse y reclamar. Al votar o al negarse a hacerlo, al marcar su voto a favor de su partido favorito o recordar a Cantinflas o insultar a la autoridad en la papeleta, el voto del más humilde de los mexicanos se iguala en libertad y poderío con el voto del propio presidente o del mayor multimillonario del país. Todo esto siempre y cuando los votos se cuenten bien.
La iniciativa de reforma enviada por el Presidente que busca desaparecer el Instituto Nacional Electoral (INE) e inventar una autoridad electoral bajo su control terminaría por menoscabar esa libertad e igualdad para elegir que tanto nos ha costado. Hay que recordar que, después del fraude el ‘88 operado por Manuel Bartlett, más de 600 perredistas fueron asesinados. Que cada elección las mujeres detectamos nuevas triquiñuelas para disminuir nuestros derechos y que los correctivos a esos hallazgos han sido incorporados a la legislación federal y locales. Que el INE y el TEPJF vigilan las condiciones de piso parejo para los partidos grandes y pequeños, de tal manera que las votaciones puedan reflejar la rica pluralidad del país.
Especialistas en lo electoral ya han señalado los numerosos problemas jurídicos, políticos y técnicos que tiene la iniciativa. Quisiera enfatizar dos aspectos en los que no se ha insistido: la iniciativa es profundamente antifederalista y viola el espíritu del 115 constitucional. Su centralismo tóxico refleja la personalidad del Presidente, ávido de control, seguro que “el centro” —o sea él— sabe más que el resto del país. La iniciativa propone la desaparición de los organismos electorales locales, así como los tribunales electorales ídem, ignorando las realidades políticas tan variadas y contrastantes de un país tan grande como el nuestro. Y en bofetada directa a entidades federativas y municipios, la iniciativa dicta el número de legisladores locales y regidores que deban elegirse, según un criterio exclusivamente demográfico, haciendo transversal un error que recorre la iniciativa: en los estados pequeños y medianos sólo podrán triunfar los partidos grandes.
En segundo lugar, está el “dulce envenenado” de las urnas electrónicas, especialmente después de que los resultados electorales en Brasil, con 128 millones de votos emitidos, se conocieron tres horas después de cerradas las casillas. Varios partidos de la oposición también las proponen desde hace tiempo. Pero me pregunto si en este clima de desconfianza, en el que el adversario político es convertido diariamente en enemigo y traidor a la patria por el Presidente de la República, es posible implementar el voto mediante urna electrónica. Grandes reformas requieren consenso y confianza, ambas condiciones difíciles de encontrar en un periodo preelectoral tan polarizado como el que vivimos. Es cierto, las urnas ahorrarían en tiempo, dinero y personal, pero son inaceptables en manos de una autoridad electoral capturada por el gobierno como la que propone la iniciativa.
Este domingo 13 marchemos todas y todos en defensa de nuestro INE. No es patrimonio de un partido o de una generación. Lo construimos todos y todas y lo hemos ido perfeccionando golpe a golpe, reforma a reforma. Iremos con alguna prenda color “rosa INE”, el rosa mexicano más mexicano que nunca.
Por Cecilia Soto