Leemos en cualquier parte. Leemos más de lo que creemos. Por todas partes están las palabras que solas o juntas nos dicen algo. Perseguimos las palabras para luego huir de ellas; recordamos unas, mientras olvidamos otras que fueron sustituidas por las más cómodas, aquellas que mejor encajan.
Leemos y el cuerpo se activa desde el pensamiento, con razon o sin ella, la palabra provoca, somete, acarician la boca.
Escuchamos palabras como si estuviesen escritas en el aire, es la misma estructura que nos acerca a nuestros semejantes para contarle algo. Leemos y pareciera que estamos viendo los labios tersos que con suavidad o rispidez nos dicen algo, cualquier cosa.
Las palabras vienen de muy lejos y son muy viejas. Vienen de un largo proceso durante el cual nos convencen de su existencia y de que algo hay de cierto en ellas. Poco a poco las palabras se acerca a los objetos y los mueve, los exita y los describe hasta que el objeto desaparece y Ia palabra se conserva.
Las palabras son como hileras de guerreros que marchan en voz alta a su guerra de guerrillas, dicen algo por dentro del silencio. Una sola palabra suele provocar muchas otras. Una palabra, una sola basta para que el mundo colapse, y esa misma palabra tal vez dicha por otra persona nos salva del desastre.
Cuando leemos evitamos una caída, circulamos en el sentido correcto o a propósito en el sentido contrario donde pocos se atreven. Pues una palabra tiene sus analogías, su incomprensión. Dicha de repente la palabra sorprende y es otra cuando tarda, cuando es dicha en un auditorio sin gente.
Uno escribe y el resto leemos. Entre palabras importantes y otras a las que no hacemos mucho caso una palabra nos pone un alto y buscamos a quien la dijo. Siempre hay un responsable detrás del autor que en determinada forma es anónimo.
En contra parte la palabras son apócrifas si usted quiere, si nosotros la encontramos en un barrio distinto a donde pertenece. La expresión llena de palabras lo contienen a uno y al decirlas también viaja uno en el autobús con ellas. Llegando a Barcelona, puede que gusten y se hagan eternas, se acumulen o se pervierten, se prostituyen, y a pesar de existir, a veces, por así convenir a los intereses de los oferentes, son ignoradas gachamente.
Nuestro idioma tiene más de 100 mil palabras, habrá quien haga su vida con 300 y sobrevivir a eso. Hablamos y decimos palabras innecesarias que jamás pondríamos en un texto. Hay prejuicio cuando se escribe y eso causa dificultades para la comprensión de la lectura.
Luego de leer, hay que saber leer. Leer tras las cortinas, tras las metáforas y parábolas, tras la falsedad expresada con bonitas palabras. Habría que leer y volver a leer luego de un tiempo a ver si dicen lo mismo.
Cambia la palabra y cambiamos nosotros. La misma palabra que nos pone alegres, un día distinto podría ponernos tristes.
Leer es escribirnos una carta que con el tiempo olvidamos, y se acumula en el viejo archivo donde las palabras se juntan a echarse una cheve, ¿por qué no? , las palabras viven también en los tugurios de mala muerte y varias de ellas ejercen con autoridad su poder para cambiar la idea, hacer un libro, pintar un rótulo, actualizar un estado de Facebook con la clara intención de que todos lo leamos .
Quienes leen saben: porque conocen más palabras y saben cómo juntarlas en una fiesta de disfraces, en un cumpleaños, en una tarjeta para el amor de la vida de alguien. Aunque nunca se sepa quien sea alguien. Los poetas, por ejemplo, escriben en el aire.
HASTA PRONTO
Por Rigoberto Hernández Guevara