Reclinado en el atardecer toledano, a mi costado la floresta como caballería de viento, al amparo de la Iglesia de Santo Tome, admiro sentidamente una de las obras fundamentales del arte universal.
“El Entierro del Conde de Orgaz”, de El greco. He llegado a Toledo en el tren suburbano de Chamartin, en Madrid. La tarde es fresca y desde la estación de Toledo contemplo las murallas de la ciudad medieval y los cielos, los mismos cielos que el Greco llevo a sus telas, estas, que hicieron un paisaje personal, muy íntimo en la pasión del pintor grecolatino.
Mis ojos recorren las nubes amotinadas en los rayos de sol y las murallas ante la gran puerta toledana mientras observo el puente y el rio que refleja el sol del atardecer que figura el claroscuro toledano que el artista Manierista lleva a sus lienzos. Su pincel espiritual y su rostro desencajado, de mirada triangular y de asombro, sus modelos alzados que revelan la santidad y la locura, como los santos de seres encontrados, con los rostros elevados y las manos cruzadas en los trajes oscuros permeados en los muros. Apuro el paso, quiero aprovechar estos últimos días en España para bañarme de la sobriedad de este pintor, gozar las primicias de la luz al toque manierista guiado por la mano de Dios. Su casa, en torno a Santo Tome, palmo sus paredes en la humedad de la melancolía medieval y el sorteo de las voces, las miles de voces que en el tiempo del Greco asaltaron el universo visual que trasmuto el gran pintor.
Porque El Greco ha sido como Pablo Picasso un asalto a la mirada, un cambio a la sociedad del arte en cuya plasticidad asoma la visión del futuro en el ropaje del ayer.
Mi solitaria contemplación El Entierro del Conde de Orgaz, en la pequeña sala se irrumpe con el arribo de un tropel de japoneses y americanos con un guía de micrófono abierto.
La guía, con un inglés acentuado por su español toledano sobre la historia extraordinaria de la obra de arte, le pone sabor a la cosa con anécdotas del artista y su peculiar forma de vivir La obra de arte, realizada en el temprano manierismo, en 1513, fluye de lo clásico al barroco y es una de las llaves que abren a la historia del arte, el manierismo, la representación de los cuerpos alargados, con la agudeza que brinda la luz y el descubrimiento callado de las sombras que descargan lo obsesivo, la convulsión de la mirada, el toque de un dios que aflora de las sombras.
Porque la obra del Greco prefigura la dimensión de los actos divinos. La factura del arte y la experiencia estética como una religión.
Al igual que Gaudí, el arquitecto de Dios, el greco conmueve nuestra conciencia estética y hace de la reflexión creativa un camino para lo espiritual que hace del arte uno de los factores primordiales de la trascendencia de lo humano, el gesto, la pasión de lo profano como un acto de la perfección de la luz. Busco el punto de fuga de sus personajes, todos miran a lo alto, envueltos en la cámara mortuoria de la composición polivalente, la elevación del alma del Señor de Orgaz que miran al cuerpo caído y su elevación divina. Miro, no dejo de mirar de la misma forma que dedique al Caballero de la Mano en el Pecho en el Museo del Prado en Madrid.
Y mientras me retiro con el bullicio y el silencio de las cámaras digitales de nipones y americanos busco alojo en el museo de la capilla que dedica sus espacios exclusivamente al Greco donde encuentro obras que solo conocía en los libros. Pinturas del Greco y sus personajes de obispos y de la jerarquía católica. Bajo por los senderos medievales tratando de abreviar el camino para llegar a la estación de tren de Toledo.
Me acompaña Miriam Gutiérrez, una chica que va a incorporarse a la escuela de diseño en la Universidad de Madrid. Me habla de Toledo, su casa, su ciudad, del Greco en el cielo, el mismo cielo, estoy seguro que enraizó el pintor greco a tierras españolas.
El viaje en tren es placentero, Madrid está cerca, el movimiento de la gran estación de Chamartín es una delicia en sus cafés y la intencionalidad que circula en sus andenes para todas las miradas. Me dirijo a la Puerta del Sol, donde he rentado una habitación por tan solo 32 euros, mientras Miriam, aleja su mirada tras una mano cálida de despedida para no verla más.
Por Alejandro Rosales Lugo