Ernest Hemingway escribió: “Ahora no es el momento de pensar en lo que no tienes. Piensa en lo que puedes hacer con lo que tienes.” Descontextualizando la célebre frase de manera irónica, me pregunto qué escribiría el laureado con el Nobel de Literatura en 1954, escritor y periodista estadunidense hoy en día, cuando los jóvenes no tienen nada.
Actualmente se discute de manera controvertida si es que los jóvenes no tienen bienes materiales por voluntad propia, o si, por el contrario, no les es posible. Por un lado, el año pasado, el Fondo Monetario Internacional (FMI) en Davos, cede del Foro Económico Mundial, predijo que “en 2030 no tendrás nada y serás feliz” bajo la premisa de que los jóvenes no buscan poseer bienes materiales, en cambio, somos conocidos como la generación de “arrendadores”, porque “preferimos” invertir en experiencias, ya que no se devalúan, ni nos obligan a comprometernos con ellas. De igual manera se argumenta el rechazo consciente de la compra de bienes raíces, fundamentado en la priorización de trabajos flexibles, independencia económica y geográfica frente al riesgo, sacrificando de manera consecuente la estabilidad.
Reconociendo nuestra realidad actual y local, la lenta recuperación luego de atravesar una pandemia, la amenazante inflación, las tensiones en el exterior y la precaria realidad al interior, es inevitable cuestionarme si es que en verdad resulta un asunto de voluntad, o si por el contrario, la felicidad fuera tanto lo único en rebaja para vender, como lo único accesible por comprar.
En México, según el Estudio Diagnóstico del Derecho a la Vivienda Digna y Decorosa realizado por el Coneval en 2018, reportó que la compra de una vivienda es accesible para quienes perciben mensualmente más de cinco salarios mínimos, lo cual quiere decir que, en términos de población, aproximadamente 60% de los mexicanos queda excluido de acceder a algún tipo de financiamiento que permita poder comprar una vivienda propia. Por otro lado, el segmento joven que conforma aproximadamente el 29% de la población total –contemplando a quienes se encuentran entre los 20 y 29 años de edad– solamente 2.6% puede aspirar a una vivienda nueva, lo que equivale a un poco menos de un millón de jóvenes.
Es fundamental, agregando al punto anterior, considerar que se han dado dos procesos distintos que, en conjunto, obstaculizan aún más la realidad del acceso a la vivienda propia. Primero, de acuerdo con datos de la Sociedad Hipotecaria Federal, en los últimos 16 años, los precios de las viviendas han subido 42% en términos reales. Segundo, datos de la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo señalan que las remuneraciones salariales en promedio, en el mismo periodo de tiempo, han disminuido 21 por ciento.
Es verdad que debe fomentarse una cultura de ahorro y no sólo en los jóvenes, sino en la sociedad mexicana en su conjunto, ya que de acuerdo con datos presentados a través de la ENIF, 78.5% de los mexicanos encuestados afirmó que el ahorro en el país sí existe, aunque puede ser de manera informal, como tenerlo en casa o al participar en una tanda, pues entre los factores que frenan a los jóvenes a comenzar un historial crediticio se encuentran: la dificultad de cumplir con los requisitos de las instituciones financieras y el alto cobro de comisiones.
Traer estas discusiones a la mesa de debate es imprescindible, pues a pesar de que para algunos la idea de que los jóvenes no tengan nada y sean “felices” puede ser una realidad para la mayor parte de la población mexicana, pero es sólo, como mencioné en principio, una idea en la cual la palabra felicidad pareciera ser vendida como lo único disponible y accesible.
También es verdad que encontraremos la forma, como siempre, de blanquear la precariedad. Inventando palabras como “co-living” para describir la realidad de tener que compartir un piso alquilado y “co-working” debido a la inaccesibilidad de espacios de trabajo.
Que el privilegio y los discursos mediáticos no nublen la consciencia de nuestra realidad local. Es un hecho, sin temor a equivocarme, que a nosotros los jóvenes no nos queda el saco de una felicidad vacía.
Por Marcela Vázquez Garza