Las palabras quieren decir algo pero se lo guardan. Uno descubre en los rostros la soledad desamparada, esa música por dentro que lo dice todo y canta con las miradas perdidas.
Uno descansa un rato y luego sigue escribiendo. Instalado en el instituto tecnológico de la nada comienza en la ingeniería del silencio a construir el desastre.
El hombre maquilla las máscaras de la tragedia. Remienda sobre su piel su genética para ser muy bella o bello según la estética contemporánea, según la moda.
Entonces se pinta la superficie del llano y quizás las texturas, más nunca los movimientos de la cara, ni las intenciones que se dirigen acompañando a las palabras mudas.
No cabe duda, el rostro cuenta la historia de las personas, pero también es un lenguaje público con el que nos comunicamos los seres humanos. Con la voz callamos lo que nuestro cuerpo grita.
Un gesto de la cara es una frase completa que nos dice algo y que establece el diálogo de una persona frente a otra.
Por eso desde que Juan, mi amigo, se paró en la puerta, me dijo todo con su rostro. Yo le respondí con mi entrecejo fruncido. Una raya muy profunda que habló de mis problemas, con los ojos saltones buscando cómo solucionarlos.
Y por si la cara no fuese un delator suficiente, basto y persistente, ahí tiene usted al cuerpo, él le confesará con su modo de andar los lugares por donde se originó su encorvadura. Mostrará el paso de los años más o menos. Cuántos kilos ha cargado, en cuántos años. Y en su mirada borrosa estará el paisaje que se ha confundido en el horizonte, lleno de futuro nublado insoportablemente incierto.
Cuando alguien se acerca, uno ve a los ojos para tratar de adivinar las intenciones del portador. Desde ahí un buen observador sabría quién de los dos disparará el primer balazo. Quién de los dos busca el apretado abrazo.
Cuando Juan movió su mano, yo moví la mía. Noté que era la mano derecha con sus dedos arrugados y pertrechos, doblados, engañados, retorcidos. Me hablaban desde un jornalero, un hombre que ha sufrido jornadas de trabajo largas, pronunciadas y con bajo salario. Extiende la mano y saludo esa mano con todo su pasado de fuego y agua, de tierra y viento.
Para ese entonces un parpadeo es una frase nueva después de un silencio, de un movimiento ligero de mi cuerpo, que se acerca buscando algo en la mirada para intentar saber lo que Juan está buscando.
En el aire las conjeturas todavía no absorben las primeras palabras. Juan trata de decirme algo y yo trato de escucharlo y conforme me acerco comprendo cada uno de los reflejos, como si fuera yo quien me estuviese mirando.
Eso tienen las personas sencillas y sinceras a quienes puedes conocer muy pronto. Uno conversa con ellas desde antes. Se vuelve un emocionante flirteo. Un momento expectante para ver quién suelta la primera pedrada, quién deja escapar la primera sonrisa de la cara.
El hombre sigue en la puerta. Lleva varios minutos y sin embargo no ha pronunciado una sola palabra. Tal vez lo primero que quiera saber es cómo me llamo, dónde trabajo, cuáles son mis gustos, quizás quiera ser mi amigo o mi enemigo.
Sólo tengo que saludarlo. A lo mejor tendrá que ir conmigo todo el tiempo como la ropa o como los zapatos, como una parte del suelo en movimiento, como el lenguaje. Eso nadie lo sabe.
Por eso siempre que los seres humanos tratamos de adivinarnos fallamos. La palabra, tan contradictoria a veces, no dice nada. Uno saca desde adentro las verdaderas palabras que son como fantasmas ridículos que tratan de hacernos presentes en los textos y sus derivaciones, con muchas desventajas.
Muchas palabras son viejícimas y se dijeron hace mucho tiempo. Luego de no escucharlas se volvieron momias adentro de las personas. Cuando mi amigo Juan se fue, me quedó la sensación de haber conversado con él por largo tiempo, sin haber pronunciado una sola palabra.
Uno no existe al menos que alguien se haya sonreído con uno sin que le hayas contado ningún chiste, a veces se ama sin palabras.
La retórica de la vida es la partitura del cuerpo que se canta en los escenarios del cine mudo, construido más con hechos que con palabras. Hechos que empiezan con un buen gesto, por debajo de las máscaras.
HASTA PRONTO.
Por Rigoberto Hernández Guevara




