He nacido en la ciudad. La calle aún pasa por la calle y entra a las casas, saluda a las familias y se divierte con dos piedras que fueron porterías. Pero esta colonia es La Azteca, en Ciudad Victoria.
Traigo de testigos los tenis puestos con su carrera de cien metros planos rumbo a la tierra. Siquiera camino y paso por las ventanas, por el peligroso más allá de eso. Puedo mirarme y el presente me recuerda y en peligro me retuerza las señales de humo. Gracias, no fumo.
Una voz de este lado, sobre un poeta de sombrero, incorpora palabras. En la hora repartieron manuscritos e invadieron los olvidos. Voy por las calles menos reconocidas. Encuentro a cada paso la demanda de mi saludo, hago una cirugía con la vista a lo que escojo ver, tratando de no discriminar lo que disfruto.
En esta colonia se estrella el sol muy temprano, es la colonia azteca, cercana a la mano. Dicen que paso, que lo miro todo por si sale un perro y escribo en la palma de la mano la crónica legendaria de los sueños.
En eso de estar de acuerdo, de reír con los pájaros y cantar en solitario , llego a la esquina de los besos gloriosos. En este municipio hay una veta abajo de los cuerpos, una pisada es otra, hay un tesoro a flor de suelo que nos desliza, cantamos con unas cuantas monedas en la bolsa.
Tengo la orden de seguir junto al río el crecimiento de los todos, donde nace el sol donde y se juntan los elementos. Donde antes vendían tacos de trompo. He subido con las pequeñas lomas a ver el horizonte y ahí vi la ciudad y lo que falte, todo lo hacemos juntos y puedo decirlo a cada crepúsculo.
Cuando se hizo la colonia llegaron algunos cuates que extrañamente se hicieron viejos, pero había pasado el tiempo por los ojos y, luego de mojar los cabellos, creció el baño y al único cuarto le brotaron un par de hijos y otros cuartos.
Caminé sin celular las primeras cuadras, tal vez por eso entraron al recuerdo, una fotografía hubiera resuelto el no existe, digo lo que pienso de aquellos tendederos, de la timidez de los sartenes tiznados que ven a la calle. La única ventana es el cielo por donde entra el agua en ia casa de paja de la infancia.
Estas última cuadras llevan concreto alrededor de un parque. Frente a un tianguis puede perderse un peso o encontrarse una sonrisa, un domingo, como si nada. Todo el río se escucha al sur, bordea otras colonias y se pierde entre pequeños sembradíos.
Ya veo los campos improvisados que fuimos, apenas puedo recordar los tenis rojos que me trajo mi carnal de el otro cachete. Me siento a recordar en este lo que un día fue silencio, quisiera quedarme, pero no debo.
Todos estamos ahí, incluso los que murieron. Hablamos con ellos de cosas sin importancia, considerando que nos entienden. Traigo la orden del aprendiz que hace un viaje a cada movimiento. Me introduzco en las casas que hoy son abarrotes, panaderías y sonrientes conchas, bolillos con café con leche.
En los rostros conocidos me conozco. A mitad y mitad voy por partes, saco al amigo de casa y vamos calle abajo donde hay más música, más piedras arrojadas al silencio.
Por el Panteón de la Cruz miles de mariposas hacen y celebran la primavera. Encuentran flores nuevas y silvestres, extraen el espíritu de las ánimas y de los ángeles. Son flores que vuelan y siempre vuelven de nuestra infancia.
Estoy en mi barrio, pero ha salido el alarife que tiene un hijo ingeniero, la señora muy arreglada tiene quien le ayude en la casa. Pienso en cómo cambian los tiempos y todo pasa, como lo hago yo en este momento. Estoy en California, en Estados Unidos. Es cuánto.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA