La juventud como virtud y como defecto está sobredimensionada.
Lo escribo a mis casi 38 años de edad, después de haber escuchado durante mucho tiempo -desde que comencé en este oficio hace ya casi dos décadas- en la misma proporción halagos por ser un joven periodista, y descalificaciones por la misma razón.
La clave, supongo, está en no creerse ni unos ni otros.
Porque, basta con observar ya no solo a las figuras públicas sino a quienes nos rodean, para darse cuenta de que hay aprendices de 18 años mucho más brillantes que un veterano de cualquier oficio, de la misma manera que hay muchachos que ni con toda la experiencia del mundo mejorarán cualquiera que sea su habilidad.
Este antiguo debate cobró relevancia esta semana porque los diputados decidieron por unanimidad reducir a 18 años la edad mínima para llegar a San Lázaro, que antes era de 21 años.
La reforma levantó todo tipo de comentarios. Al unísono, los institutos políticos de la juventud celebraron y el espectro de 65 y más levantó la ceja.
¿Qué diferencia hacen tres años de edad? Otra vez, y disculpe la ambigüedad: puede ser un abismo o puede ser inexistente.
A partir de los 18 -cuando los ciudadanos adquieren mayores derechos y obligaciones- la edad debería pasar a un segundo término a la hora de calificar su actuación en cualquier ámbito.
Basta ver lo que ocurre en el Congreso de Tamaulipas, donde todos los diputados son mayores de 21 años, aunque hay algunos que todavía hacen campañas con la bandera de la juventud.
Hay casos ejemplares, como el del diputado maderense Carlos Fernández Altamirano, que desde que llegó al Congreso del Estado por la vía plurinominal (perdió en las urnas) abrazó una actitud que busca ser temperamental, de buscapleitos.
Es el primero que brinca de su curul cuando alguien, quien sea, osa cuestionar lo que se hizo mal en la anterior administración.
Ni hablar de cuando le recuerdan la denuncia en su contra por el desfalco de más de 50 millones de pesos durante su paso como director del Instituto del Deporte.
El pleito que protagonizó ayer en el Congreso con Gustavo Cárdenas fue la consecuencia de su permanente estado de agitación, porque no debe ser fácil erigirse en el más fiel guardián de la honra del ex gobernador.
Para ocupar ese papel compite con otro diputado del sur de Tamaulipas.
Se llama Ángel Covarrubias y tan entra en el perfil de legislador “joven” que al Congreso llegó por la vía plurinominal después de haber dirigido el Instituto de la Juventud de Tamaulipas.
Fue cedido por la bancada panista a la del PRI para que esta pudiera contar con voz y voto en la Junta de Coordinación Política, aunque basta ver el rostro de los diputados Edgar Melhem y Alejandra Cárdenas para darse cuenta de que lo recibieron como su compañero solo para no caer en la condición del limosnero con garrote.
No les dieron a elegir, pues.
Covarrubias ha destacado igual que Carlos Fernández por su permanente, apasionada, pueril defensa de lo que consideran el legado de Francisco García Cabeza de Vaca.
Están en su derecho, allá ellos y sus filias políticas.
Lo cuestionable en todo caso es que atorados en esa obsesión, se les ha ido la oportunidad de legislar en serio y hacer valer su condición de representantes de la juventud, lo que sea que eso signifique.
POR MIGUEL DOMÍNGUEZ FLORES




