Escribí aquí lo que quise y me quedé a verlo de lejos para darle su lugar en el mundo de los recuerdos. Puse dos palabras de más que jamás debieron haber ido, pero las dejé por honor a las palabras dichas, por el derecho de ser. Porque me dio la gana, pues.
La otra noche escribí sobre cuadernos de doble raya. Delgadita raya que permitía apenas el paso de ese largo tren que suelen ser las palabras persiguiéndose sin rumbo y fuera de ruta todo el tiempo.
Pulsé las palabras en el antebrazo donde corre la sangre con las últimas palabras de la tarde. Dejé paso al tiempo irrumpido en las conversaciones.
Un depredador así suelto y corriendo por las calles corre el peligro de que lo atropellen, me ha pasado a veces. Los he visto correr desprevenidos por las aceras, sin voluntad en los ojos desorbitados y fijos en el extraño horizonte de todos nosotros.
Es el ritmo de la lluvia, ya viste cómo llueve el cariño sobre las olas de la cascada de palabras en la ciudad. El reto era escuchar la independencia de los poetas inéditos.
En el lenguaje metido en los párrafos de la tienda dos hombres discutían la noticia del día, los sueños de ambos, la especie que hacen correr por las calles.
Sobre mis textos puse en los labios la voz que me quedó luego de todos estos años. La brevedad. La timidez acaso. Pongo a disposición, la ligereza si usted quiere, pero la claridad, claro.
Un verso a cada rato encontrado es mi palabra que se mueve en las palabras, las hoyanca por dentro. He venido a perforar el territorio de las hojas.
Puse por si acaso la otra palabra que muele el producto y lo consume, lo hace licor, lo evapora en la litografía. Me incitan las paredes de ciudad empapada, retorica palabra de calles y restaurantes.
Para escribirle a una ciudad hay que conocer su piel de roca dura, sus estertóreo andar a lo largo y ancho del tiempo. Su llanto interno, su odio y abolengo, su respirar de ajenjo.
Para escribir de una ciudad no se requiere sino haber dejado un pedazo de cuero en un enfrentamiento. Un miedo olvidado escribiendo de todo en las prendas del insomnio y la taza de café vacía luego de años.
La calle, ese ferrocarril implacable, lleva la noche, es un riel solo de dos andenes de fierro. Las mansiones son altavoces de la imaginación que atravizan las miradas rápidas y continuas. Vóy rumbo a la noche. ¿Qué pienso?
Aún así, la estrecha vigilancia hace que pase despacio y pensando en otras cosas, una correlación de ideas podría delatarme. Escribo en la mano izquierda donde sucede un incendio. Intento retornar desde los dedos al imborrable momento del pensamiento.
Pude haber matado a cualquiera aquel día o este. Lo supe algún día, en algún sueño de esta o la otra vida. Uno qué sabe. Uno lo dice y ya, como yéndose con el tiempo sin uno, dejándose ahí parado en la otra vez.
La vida crece y se infla en las retóricas mientras afuera el viento refresca la tarde y se detalla de una vez por todas la canción escuchada, la letra de una palabra, el perfume, la locura de todo lo que recuerdes.
La calle y el roció breve de ausencias y despilfarros se resiente.
La cara se congela en mi mirada, trabajo los ojos , dibujo el paso de una ceja a la otra, el arco de los labios, el pequeño teatro de los gestos.
No puedo dejar de escribir porque no puedo dejar de respirar, no dejo de escribir en la cerveza, en el humo del cigarro, en mi cuerpo llano, en mi voz, en los últimos instantes de mis labios, en el reloj, en el placer del ser, en la vez, en la otra vez, en todas las veces que puedo imaginar cómo corre mi sangre por las venas.
HASTA LA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA