El reportero ha de sacar sus años y el colmillo retorcido para lograr una entrevista o un reportaje. Hasta para lograr un «No», de perdido, con tal de cumplir con su trabajo y hacer la entrega de las notas a un periódico, o a un medio digital como hoy se estila.
El reportero hace antesalas, pregunta por teléfono, pregunta a otros, se acerca, merodea por un sitio, sigiloso va y toma fotos. Luego va y almuerza donde le alcance el hambre, en la rueda de prensa con desayuno o en el carretón de gorditas.
Un reportero sabe del rechazo a primera mano, y de la terquedad en los multiples rechazos, cuando nadie quiere hablar. Hasta que el reportaje se da o queda en la nada.
Sabe de la hora de la hora, y no hay nota, cuando es mediodía y en la casa editorial lo esperan con la nota impáctante; sí, esa nota que él no trae, la que no salió, de la que no hubo declaración, de los datos que nadie dijo.
Pero los reporteros se meten en medio de las broncas con su cámara y su grabadora, con su celular de moda, con su rollo en la memoria que, luego, al escribir la historia, cambia o simplemente no la menciona.
Como reportero sabe que una nota se vuelve otra, o que una nota son dos. O que simplemente con la pura intención basta; sabe que la imaginación, la experiencia , el colmillo retorcido le van a dar los datos de su excelente y bien ensayada memoria.
Los reporteros son por lo menos los más jóvenes de los medios, así se precisa por la movilidad que a veces se necesita: como subir a un árbol, bajar de un camión en marcha, comer con una mano mientras con la otra apunta con la cámara y hace una pregunta. Y aprieta el micrófono, suelta la pregunta, se la responden o se la ocultan.
Entonces para un reportero, no hay puerta que no se abra, palabra que valga, que impida, silencio que no tenga nombre. Porque hasta al silencio se le escribe.
Antes los reporteros se hacían viejos en las calles y ahí se curtían, de volada agarraban los datos, los tomaban del aire con ver el escenario de lejos, casi adivinaban en que terminaría todo aquello. Estoy recordando a Neftalí Galván, mi amigo. Eran historiadores, filósofos, maestros, esesores, freelance, escritores, etcétera, entre tucos y periodistas, malos, regulares y buenos.
Eran reporteros de grabadora en mano y una libreta donde anotaban los datos más duros por si se borraban del casset. Eran iguales que ahora, pero la ciudad, más pequeña hacía importantes a estos señores que, saliendo de la nada, iban y le hacian una preguna a cualquiera.
Cuando un reportero se ve sin nada, sin un dato que le dé una nota, sin ganas de morir de nada, le pregunta algo al primero que pasa. Sabe que cada ciudadano vive su propio drama. Y casi siempre le atina.
Con el reportero la noticia sale de la gente y a ella vuelve, y todo es dirigido al pueblo.
Son los que le hacen bola a los políticos y funcionarios del rumbo. Los persiguen como si fuera el último ser hasta que lo entrevisan. Los acechan, los descontinúan, los capean cuando caen del gobierno.
Ellos, los reporteros, son la base de todo periódico. Sin ellos no hay noticiero. Ellos son quienes ven la noticia cuando ésta pasa, cuando se queda, cuando el asunto más que nota tiene ganas de volverse un conflicto.
Y son capaces de transmitir en vivo lloviendo, en plena sierra, solitarios, a media noche o con toda la banda en la bola, en la melcocha de las sonrisas relajadas y nerviosas.
Se suben a un caballo, le hacen fotos al cielo, a la noche, a la oscuridad de su sueño.
A los buenos reporteros de todos los tiempos, los han reconocido, pero también los han vilipendiado, los han humillado; y ellos han aguantado estoicamente, a veces sin poder decir una palabra. O la dicen. O la callan para siempre.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA