Era un domingo como cualquier otro, Tere salió de su trabajo en un negocio de la zona centro a las 8:30 de la noche.
Las calles lucian semidesiertas y solo los empleados de los demás comercios caminaban rumbo al paradero de la calle 7 y bulevard Praxedis Balboa en una especie de coreografía urbana que se repite noche a noche.
Las miradas hacia el horizonte hacen levantar la ceja de más de uno, que en la espera de su transporte público suspiran y hasta bostezan por el cansancio, tras haber completado su jornada laboral. Es final de quincena y el efectivo empieza a escasear.
Esta vez, tomar un Uber o un Didi no es opción para Tere, solamente puede costear el microbús, o echarse la caminada hasta su domicilio en el ejido Loma alta.
“El bule” ya está prácticamente en la penumbra y del colectivo de la ruta 10 ni sus luces. Tere cruza el puente sobre el río San Marcos, y apura el paso al subir por la calle 8 en la Colonia Marinero.
El olor a flautas que emana de la taquería Paco, y del trompo al pastor metros adelante es una especie de tormento para la mujer cuya última comida ocurrió a las 2 de la tarde.
“Ahorita llego” se repite en su mente mientras avanza el camino pendiente arriba. Pasa frente al santuario y las luces del hotel panorámico la saludan.
Esa parte del trayecto es definitivamente la más difícil por lo empinado del camino. Deja atrás el Peñon, el parque la loma, y se detiene a tomar un poquito de aire.
“Tengo que empezar a hacer ejercicio, de nada sirve que guarde todos esos videos de rutinas y calistenia que veo si no me animo a mover un solo dedo” pensó mientras resoplaba y se limpiaba el sudor de la frente.
Su mente empieza a divagar entre compras pendientes y ropa por lavar, cuando al pasar bajo el puente peatonal, recibe un fuerte empujón que la manda al piso.
Un hombre de alrededor de 35 años con cubrebocas y una gorra le apunta con lo que parece ser un cuchillo cebollero. Con palabras altisonantes y ademanes agresivos el hombre le exige que le entregue el celular y su bolso.
Teresa está petrificada de rodillas en el suelo y las manos llenas de polvo. No atina a responder porque dentro de su cabeza un punzante zumbido ensordece todo alrededor, al grado que aunque escucha las amenazas no distingue una palabra de otra.
Pero el hombre no está dispuesto a perder un segundo más, y cobardemente patea a la mujer en un hombro y le repite amenazante que le entregue sus objetos de valor.
Es entonces que Teresa extiende los brazos con sus pertenencias en las manos. El asaltante se les arrebata y pega la carrera, atravesando rápidamente los carriles de la avenida lomas del santuario para perderse en las entrecalles del rumbo.
Mientras tanto, Teresa permanece inmóvil en el suelo, y empieza a hiperventilar, un ahogado grito se aferra a su garganta sin poder exclamar debido al shock que experimenta.
Descubre que una de sus manos sangra pues al caer se apoyó sobre un vidrio y sufrió una cortadura. Un temblor involuntario se apodera de ella, por la estremecedora sacudida con que la violenta realidad de esta ciudad la ha embestido.
Se levanta de un solo movimiento pero el esfuerzo hace que un mareo la haga tambalear. Paso a paso avanza hasta llegar al Oxxo donde vira hacia el ejido Loma Alta, su respiración se vuelve agitada y decide ir más despacio pues ‘la bajada’ es pronunciada. La calle en línea recta levemente iluminada por unas cuantas lámparas parece eterna.
Al doblar en la callecita hacia su casa ya no puede más y estalla en llanto. Su hijo mayor, Joaquín la ve aproximarse e intuye algo.
La mujer corre ese último trecho y abraza a su primogénito. “¡Me asaltaron! ¡me asaltaron! ¡un pinche bato me quitó todo!” grita impotente e iracunda mientras se limpia las lágrimas con su mano aún empolvada.
Joaquín la abraza y le conduce dentro de la pequeña casita y dos perros criollos mueven la cola afectados pues alcanzan a sentir la angustia de la mujer.
Melanie, la hija menor de Tere no comprende lo que pasa, pues a sus seis años aún no puede dimensionar lo que le ha sucedido a su mamita.
La madre de familia, ama de casa y único sostén de ese hogar, se desploma en la cama, y mirando hacia el techo se pregunta cómo le va a hacer para terminar la quincena, pues sus últimos 200 pesos le fueron arrebatados, y se truena los dedos al pensar que nuevamente se tendrá que endeudar, para tener otro celular y estar comunicada con su gente cercana.
Es solo otra noche en la capital tamaulipeca. Tristemente esto sucede más seguido de lo que sé quisiera aceptar.
Mañana será otro día para Tere y para medio millón de victorenses que viven a merced de la ola de asaltos que azota la ciudad. Demasiada pata de perro por está semana.
POR JORGE ZAMORA