El mundo es un barco en las manos de un niño. En el sueño que olvidamos al despertar y ver el centro de una mesa, alguien, uno de todos se lleva la mañana mientras maduran los higos y otro saca la basura a la calle.
Vivimos en la misma ciudad y crecimos juntos, viendo cómo el vecino cambió su auto, y adentrados en el siglo vemos cómo se intercambian las palabras mientras la mañana se marcha.
Las casas como galerias, son también bodegas, recipientes, cajones a la orilla de un río por donde escapan la nostalgia y los bulevares del aire.
El lector tiene en sus manos el objeto desplazado de otras manos, puede leerlo ahora y perder el sueño. Uno de los poetas que escribe está vivo y coleando. El poder se apodera de su mente, sus ojos fijan de nuevo la manera de construir el posible futuro.
Abajo de un zapato está la moneda que un hombre pisó para que nadie se la ganara. La calle es de todos y de nadie y todos marcaron su territorio en un poste. Un hombre, cualquiera que este sea, busca su alimento en los desperdicios de otro. La moneda esta ahora en el aire.
La realidad se estrella en los cristales y entre los brazos el sol arroja el ajuar de oro anunciando que todo es nuevo, y a cada paso aumenta la felicidad de quien lleva flores.
La realidad es como quien ha visto la nieve que al derretirse deja desasosiego; queda el agua que salta de la imaginación para escurrir libremente sobre un declive. La realidad tiene eso de espontáneo y fugaz.
Los sentidos del cuerpo atraviesan una flecha puntiaguda en el vacío. Ningún día se queda en las paredes, la realidad es el fideicomiso de colores, cromosomas, fractales en algoritmos, irradiación de luz en una ventana cósmica.
El discurso es el esclavo injusto de las palabras, nada es como antes y nada es aún lo que pensamos. En una botella va el mensaje, el vodka, las leperadas bajo la tormenta de orillas, de puertos y rechiflas. Todo lo que sabemos está en el café, cuyos vidrios dejan ver el paso de la gente.
Es duro decir algo que realmente no exista, lo necesario para la sobrevivencia. En forma de aspa el reloj pasa por las casas. El clima nos da trabajo para sostener el paraguas por si llueve, de modo que nadie podría ver lo que nos aterroriza de las palabras.
Nacidos para olvidar, el universo es cada vez distinto. Al pie de la letra el tiempo cumple los cumpleaños en el rosario de las señoras que se dirigen al templo. Cerca del cielo, los pájaros urden su filosófico canto, por encima del shampoo de las muchachas, confundidos en la algarabía de pequeños en la plaza de armas.
El ruido despertó al abuelo que dormitaba en una banca, quien por alguna razón recuerda el último manuscrito que dibujó a lápiz como una pintura rupestre. El texto es borroso como el pasado, cada vez que lo lee es una manera distinta de cazar iguanas.
La existencia está sola como la luna, siempre con su sombra escondida, con su conejo entre la hojarasca; el hombre, con inmóviles raíces, trata mientras tanto de ir por ella y fantasea con darle una mordida.
Con una sonrisa, con un saco bordado de pelusa, se puede abordar un salón elegante. Alguien baila en Ia alameda el último ritmo de la adolescencia, mientras hace la toma fotográfica de esa presentación efímera.
En los cuatro puntos cardinales hay puentes que llevan a otras ciudades. Hay camiones traversales, agentes con radio, viento con semillas que se han de sembrar a otras partes.
Somos entonces la tripulación viendo el muelle inalcanzable por esta vez. Mañana, al otro día y al siguiente seguiremos en este viaje infinito guiados por el viento de los bulevares. Es todo lo que se sabe.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA