Un día seré descanso o pérdida total en un incendiario almacén. Seré agua trasladada, refuguio en la tierra y otras cosas. ¿Qué voy a saber yo de eso?
Lo que sé es que estoy despierto. Que escucho el martillo del vecino remodelando su casa, la moto de pronto que no falte que se apaga y a medio metro prende, o el mítico sonido de la sirena descalza que vaga según la dirección del aire.
Los niños del vecindario ven la televisión en la madrugada, creo que están solos, hace tiempo desapareció el coco, lo exterminó el ángel de la guarda. Ya hay varillas sueltas en un lote baldío donde habrá una casa, la puedo imaginar con su gato en el techo, con la cochera en el ánimo de un coche imaginado.
El pavimento hace ruido con el rose de las llantas. Confundidos los perros husmean banquetas por si un extraño enemigo. De pronto un silencio opaca el equilibrio de las palomas, y una mosca atrevida cruza el paisaje.
A medio metro existe el momento, el esperado tiempo, el abrazo apretado del viento, el locuaz movimiento, los depósitos de las palabras, los espejos de los rostros cristalinos y cóncavos.
Los chorros de agua motivan a las manos que juegan bajo la pequeña lluvia sin luna. Es el sudor del aire, un diestro brazo de nube que bajó del cielo para saciar la sed de los labios.
Adivino el mundo esquivo, el futuro es en verdad un precipicio, ¡vaya que lo es!, las caídas en un descuido suelen ser terribles. Debiera haber escaleras para bajar a ese otro mundo de lo que todavía no es. El ahora me aburre.
Las rejas de los portones abiertos separan su tiempo y preparan el canto gregoriano por si alguien viene. No hay visitas inesperadas, tampoco quien brinque la barda y caiga con todo y caballo en el otro mundo acumulado.
Nunca cierra el mundo el local donde encuentra el hombre las garnachas, el zapato abajo de la cama, los lentes en el buró, el tono a media luz de la recámara. El ser humano sigue siendo único, despiadado consumidor de la nada, del viejo minuto que no acaba hasta que se acaba.
La crónica meteorológica habla de un día soleado con un avión atravesado en los ojos, un rayo, reflejo de un vidrio en la arena, tumba un viejo árbol que se parecía a nosotros y una señora le habla a su gato como si fuera cierto y no la sombra tenaz de un objeto.
La voz se repite en distintos tonos, intenta decir algo antes que el ruido, pero es la hora de entrada de los chicos a la escuela, uno de tantos olvidó sus cuadernos pero no el Google.
La antología contiene todos los poemas. Son clásicos en la ciudad verdadera los vendedores de la vieja prosapia, con garrafones de agua, con luz blanda que se endurece durante el día y el dinero que cambia la forma de las sonrisas.
Hay quien cobra y quien paga, los que escapan de la foto, los que callan y habrá los que hablan por dentro; por los agujeros de las puertas, los que sólo escuchan con un lado ligeramente conveniente. Hay para todos los gustos, las palabras se venden al mejor postor en el mercado de los merolicos.
Busco un espacio en el café de enfrente. Está repleto de barrigones y anoréxicos. Se preparan para una guerra concluida y otra que empieza. Todos nos formamos con una pierna rota, un sílaba no dicha, un periódico en la mirada, dos piezas de pan y un café americano.
Somos esclavos del mundo. Atado a un árbol construyo la metáfora y hago propaganda a la fuga soñada. Corro detrás de la razón al tiempo que huyo de otra, me da lo mismo, es la misma herida, la misa ropa. Soy mi personal bando enemigo y esa es mi bandera ondeando.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA