Incluso abajo de los árboles, en medio de los rieles del tren, en las grutas internas de la tierra, en el águila de la bandera, abajo del lienzo donde escurre pintura, hay vida. No estamos solos, y no somos únicos ni los más conocidos en el barrio.
Hay vida por todas partes. El mismo silencio respira y hace contacto, se siente un escalofrío cuando el tiempo pasa por un cementerio y la gente callada se asoma por la barda. En sentido contrario, por el otro lado de esa acera la vida estalla en carcajadas, en medio del no poder evitar que lo que pasa pase, como todo, como si nada fuera.
De modo que somos una parte mínima que se mueve y cree que piensa ¿Pero qué piensa? Sí. El hombre piensa en sí mismo y en la sobrevivencia, actúa de acuerdo con su voluntad influenciado por la corriente que lo arrastra, que lo lleva y después lo arroja por la borda; por ello en no pocas ocasiones actúa con miedo, miedo a caer de ancho, a resbalar con una cáscara de plátano, a dejar de ser y no poder contestar cuando se le llame a reanudar el combate.
Hay tantas ciudades y en ellas personas que recordarán las palabras dichas una tarde bajo el crepúsculo de la última ronda de la gran pelea. Sacarán brillo de la música que se esfuma en los motores de la mañana. Escribirán un libro efímero de esta guerra y- con la participación de los combatientes en la última cena- echarán otra moneda para continuar el juego en el cual la maquina es una estrella.
¿Comes y te vas? No, no quiero. La vida es amplia y sencilla, el complicado es uno y en caso contrario uno mismo se motiva. Subes y bajas en el parque de la esperanza con una loza en la espalda que no te había dicho que cargabas.
Corremos sin rumbo, volvemos a cometer los mismos errores y confirmamos los acuerdos de ser más fregones a la hora de los trancazos. Luego sin pensarlo nos tiramos al ruedo con todo y toro imaginario.
Un dardo envenenado, una bomba atómica, en los extremos de la vida estiran la cuerda. Corremos a donde el viento, rumbo a lo más pronto, lo más nuevo, lo más costoso y lo más bonito y es lo mismo. Al final como al principio uno calla lo necesario para seguir vivo, pero de nuevo quien sabe.
Me iré mas quedaré en un libro en la página 35, en la nómina secreta de lo desconocido. Pasados los años se leerá con dificultad que he sido un número. El número 22 en la secundaria, el segundo en la cola de las tortillas, el último que se formó ignorando donde empezaba la fila.
Marineros al mar una vez muertos, los muertos vuelven a flotar para convertir en balsa su espalda pocholaquienta, en remos los cabellos al viento. Uno de los nuestros, uno de todos, ese mero, no sobrevivió al ataque certero de los días y los años, no se salvo del barco de sueños, ni de los antiguos enemigos que lo abordaron.
La vida cambia y también uno hasta quedar irreconocibles. Por mientras hay que dar un paseito en helicóptero, en fragmentos dormir en el escenario y sobre el escritorio donde la espada tiene su infancia escribiendo.
Siempre existirá la sospecha de que no existimos, habrá sitios donde no existimos, nadie nos hace con vida. Dicen que somos un holograma, un juego de niños que seres de otro planeta manipulan desde un The King of fighter.
Hay que avanzar con la única vida a la siguiente estación donde nos aguarda la mujer que nos ama y nuestro peor enemigo, Rugal, a quien podríamos vencer con una mañita, pero nos da lástima dar la última patada.
La vida en el juego de naipes no tiene juego, no hace trampas, sobre la mesa no se puede evitar que seamos nosotros los propietarios del As bajo la manga. Estamos muy tranquilos, nadando de a muertito y entonces entra una llamada y todo cambia. Ya no somos los mismos.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA