Por aquel tiempo amé a Diego Rivera y a Orozco, a la rutina de ver los escondrijos que la noche vista así de esa manera iba forjando entre los personajes. Amé la soledad como la de ahora, pero aquella era una forma de ir vagando y ahora esa misma es mi casa reventando en el tumulto de la gente, ojos de la patria que al andar me van mirando cuando salgo.
Leímos a Eraclio Zepeda, a Pagés Llergo, y a Rebollar, a Éthel Crauze, a Carlos Monsiváis en los rincones de la revistería. Nos mirábamos andar por las páginas que daban vuelta por sí solas de tanto alentarlas y motivarlas con la ávida lectura. Éramos torpes e inquietos entonces y los somos ahora.
Fluye el tiempo en el aire, en las puertas timbra el repiquetear del viento. Es algo biológico asomarse a los árboles en las reyertas de la suspensión del viejo recuerdo. Vamos a pasar de un juego a la vida, esa que te mata despacio. Eso es cambiar un trueque, renegociar los días por los años imperceptiblemente.
Nunca he sido buen negociante, vivo al día y los neumáticos pinchados arrastran la ancestral carrocería que me contiene. Llevo los ojos en la patria de patios, miren quién llegó y quién se fue sin avisarnos. Me pidieron que fuera a despedir esa suerte de partir sin despedirse y nunca fui. Temí irme con todos aquellos que se han ido antes. Muy lejos. Y no me gusta ver para atrás antes de tiempo.
Vine a ver el árbol de adentro para ver con Octavio Paz si es auténtica esta piedra de sol, de azteca, de indigente medidor del momento y de ideas entre cervezas de un antro despotricado en la colonia ignorada. Esa era la idea.
La joven domadora del antro medía el mostrador del bar aquel con una franela roja, la tarde era una ciudad de la frontera. Por ello es que tomé un avión y fui dormir en un hotel desconocido de la ciudad de México completamente húmedo para usarlo, completamente tibio en el baño como un barco en desuso, únicamente para un pan con café exquisito y sospechoso.
Soy aquel hombre que no tuvo cambios por años, hasta que reconsideré las ofertas de invierno y heme aquí considerando el silabario de decir muchas mentiras a cambio de apropiarse de unas cuantas verdades en lo cuadernos del aire.
Por entonces era más rápido y el camino a la escuela era el estribo del pesero, los gratis empellones de una mujer bonita y blanca que me veía con desconfianza y muy de cerca.
Yo usaba los jeans de ahora y de aquel entonces desgastados por el silencio de otros cuerpos que se tallaron junto a mí en escaleras de vecindarios del primer cuadro. Los Jeans ya eran ancianos en la pulga de Mc Allen.
En espacios, en explanados circulaban doncellas que habían de encontrarnos años después en todas partes y la vida fue mejor en los meandros, en los desenfrenos que fuimos, en las pérdidas aquellas, derrotados años después reconocidos, para que fuesen ciertas y no débiles latidos del recuerdo.
Pusimos los sueños unos cuantos compañeros mientras nos miraba la tierra de la patria que comenzaba a ser ajena entre las deudas del liberalismo salvaje, de las derrotadas transas ante el banco mundial, del entreguismo insano, del poner en marcha un motor que no era nuestro.
Me entrego ahora inquebrantable en el mismo escape. Sin escafandra buceo una contemporaneidad que no me alcanza.
Sin futuro, pues el tiempo es utópico, llevo un rostro ajeno para los sueños que se volvieron un asunto para el gobierno, con unas jodidas y grandes ganas de hacernos buenos.
Abastecido de símbolos, llevo el rasero patrio. En una mochila llevo los libros, las canciones de ahora. Canto para un auditorio en el transporte urbano, subo y bajo, como cualquier persona, a salvo.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA