En 1824 México inauguró su vida independiente con el gobierno de Guadalupe Victoria. Tuvieron que pasar 200 años y 65 varones para que una mujer llegara a la silla presidencial.
Un hito histórico, pero también una responsabilidad inmensa por las expectativas que esto provoca. Los 65 anteriores enfrentaron todo tipo de retos, más de una invasión extranjera, golpes de estado, levantamientos, crisis abismales y puñaladas traperas.
Pero ninguno tuvo que bregar con la tensión adicional de demostrar que una mujer puede gobernar en un país en el que perviven tantos rasgos misóginos.
La historia ha depositado esa responsabilidad en Claudia Sheinbaum Pardo. ¿Podrá conseguirlo? ¿Cuáles son sus fortalezas y debilidades para afrontar la tarea? ¿Cómo salir airosa en la difícil misión de sustituir a una figura tan poderosa y dominante como la de Andrés Manuel López Obrador?
¿Tiene Claudia lo que se necesita? Todos tenemos opiniones al respecto, pero muy poca información sustantiva para emitirlas. Hemos visto el nombre de Claudia reproducido miles de veces a lo largo de varios años previos a su llegada a la silla presidencial.
Datos, imágenes, viñetas diseñadas para favorecerla o perjudicarla. El resultado es que la mayoría de los ciudadanos termina con una visión parcial y sesgada a partir de lo que ha sido esencialmente la difusión de un producto de mercadotecnia electoral o de la pasión política.
En tal sentido, lo que la mayoría conoce de Claudia Sheinbaum termina siendo una caricatura, una imagen acartonada, positiva o negativa, de la persona que dirigirá los destinos del país.
La visión es incompleta por muchas razones. Primero, porque el verdadero talante de un funcionario público se muestra, de manera cabal, hasta el momento en que ya no está subordinado a la línea política o administrativa definida por otro.
Segundo, porque el poder mismo transforma a las personas, y no necesariamente en un sentido peyorativo o corruptor. Saber que cada decisión que ahora se tome modifica la vida de millones de personas, constituye una responsabilidad que cambia a cualquier ser humano.
A principios de 2024 escribí un texto titulado las “Cuatro Claudias”, para dar cuenta de las fases inevitables que exigen los procesos electorales y la transición.
No es lo mismo la candidata en precampaña en lucha por el voto entre las filas morenistas, que la candidata en campaña en búsqueda del voto a mar abierto; tampoco es lo mismo la prudencia que debe mostrar la presidenta electa, tan cerca y tan lejos de la silla presidencial, que luego el desempeño como soberana, en plenas funciones y en control de mandos del poder. Y seguramente habrá diferencias entre el primer tramo, 12 o 18 meses, todavía en una fase de transición, y posteriormente, cuando la mandataria pueda hacer ajustes de gabinete en pleno “vuelo crucero”
Los principios y las convicciones de Claudia y las de AMLO no difieren en lo sustancial, pero la manera de aterrizarlas necesariamente será distinta.
El tema de género, por ejemplo. López Obrador procede de un medio semi rural y resulta evidente su respeto y admiración a las formas sociales y culturales tradicionales, que incorporan una visión convencional de la familia, pero también patriarcal.
El abuso a las mujeres y los niños, el autoritarismo machista le puede parecer una anomalía o el resultado de la pérdida de los valores tradicionales.
En ese sentido, difícilmente considera un asunto de políticas públicas los temas asociados a la igualdad de género, la diversidad sexual, los nuevos derechos humanos.
En todo caso no forma parte de sus prioridades. Para Sheinbaum constituyen una preocupación central.
Lo mismo podríamos decir del medio ambiente. Y por lo demás, es en cierta manera “otro país”. Incluso López Obrador ha señalado que la situación en 2024 es muy distinta a la de 2018.
Es decir, no solo se trata de que el presidente y Claudia Sheinbaum tengan personalidades distintas y trayectorias contrastantes; también habrán arrancado su sexenio con un panorama político y económico distinto. Una razón más para que el llamado segundo piso de la 4T tenga un trazo con marcadas diferencias e intensidades respecto a su predecesor.
El propio presidente lo asumió así desde hace tiempo: a lo largo de los últimos dos años ha mencionado que su relevo tendría una concepción más moderna, sería menos beligerante e imprimiría un giro hacia el centro político. “Continuidad con cambio”, fue la frase con la que quiso definir lo que habría de venir.
El gobierno de Claudia deberá continuar y terminar el Tren Maya, el tren Toluca-México, desarrollar el proyecto transístmico, brindar internet para todos, consolidar la red de Bancos de Bienestar, lograr la soberanía energética recién comenzada, conseguir la salud universal prometida o las derramas sociales entre otras muchas tareas en proceso.
Pero hay también una constelación de retos y desafíos nuevos o tan viejos como el país, que ya no pueden seguir esperando.
El costo de seguir “pateando el bote” en temas como la inseguridad pública, las paraestatales deficitarias, la corrupción endémica, el descrédito de los tribunales o la penuria de un crecimiento económico, se podría traducir en facturas políticas crecientemente impagables.
A la larga, eso podría sentar los gérmenes de la pérdida de popularidad de Morena o poner en riesgos la continuidad del proyecto.
Frente a todo este enorme reto, Claudia Sheinbaum posee activos que ningún otro presidente ha tenido en el pasado reciente en México: 60% del voto de los ciudadanos, un movimiento de amplia base social, el apoyo del poder legislativo prácticamente de manera incondicional, la oposición débil y pulverizada. Un arsenal de fortalezas políticas. Y con todo, me parece que su principal herramienta está en ella misma.
Su formación científica y 15 años de experiencia en la alta administración pública, sin haber perdido sus convicciones sociales, pueden convertirla en la figura más profesional de la historia política moderna de México. Y en eso, como ha sucedido con frecuencia, López Obrador habrá tenido razón y lo pregona a quien quiera escucharlo.