El abanico gira y gira, apenas da tiempo para imprimir este recuerdo. Algo de mi queda en la bruma del otoño, ¿dónde estará escondido lo que no fue? El silencio me pone el índice sobre los labios, escribo a oscuras por debajo de los párpados.
Alrededor de las hormigas hay tiempo para subirse a un árbol. La casa del árbol imaginario. La casa del único huésped necesariamente sospechoso. Aquí están los sueños no soñados sobre el alfeizar y en la chimenea arden las cartas manuscritas de todos lo huéspedes. Y sin embargo soy el único huésped.
La casa es botella vacía, adentro surgen fantasmas que venden fulgores de fuego, cadenas perpetuas, sonrisas de un perro que sale corriendo. La casa es ausencia, locura de todos dando vueltas adentro, la casa se llueve, se asoma como si fuese una tarde, una broma gris en el cielo.
El patio se asoma por el ojo de un gato, están todos, la cerca de palos, el libro todavía paisaje en medio del tendedero. El olor del pan es largo como una camisa colgada, el frío apenas se percibe como una añoranza en los pantalones que se arrastran por el sueño no soñado por un ser humano.
La casa es recovevo hecho en la mano en un lugar de la piedra pomex, retén de hilos, proliferación de palabras. La casa es un nido de pájaros extraños; y en el cielo tan corto retacha el vuelo de los sueños y cae a una mesa hervida en el café, soplada por el cierzo de un arrepentimiento.
En el momento preciso cuando todos esperan, la casa vacía descuelga su techo, se abre el cielo de un hoyo, entra el huracán y corren todos a ver el agua penetrar por los años, por los esfuerzos rotos.
Sobre un cable de luz el cielo divide el agua prometida de la acuarela amarilla del día. Lo que en realidad se despliega es la vida de los pájaros hacia el pañuelo negro de la noche.
El cuerpo es la casa de un desconocido que nos anda buscando. La casa es el cuerpo a la vez de la sombra que se ha quedado, el dibujo del tiempo, el único momento en que se ve el silencio.
La medida de la casa es de la mano al cemento, del concreto gris del cerebro que hace un ojal por donde se abotona la vida, la calle pasa a cada rato por un lado, se escucha el brebaje bebido atrás de las cortinas, el loco paso de los muertos, la desvencijada idea de la eternidad hecha un retazo.
Es una cascara la casa, una naranja que ha dejado la nostalgia, el jugo amoratado de la cara, una sonrisa es pues, la tarde, la mujer, el simple paso de un gato, el aleteo de las manecillas, y de pronto el hueco mudo y llano de mi mano. Es un libro con boletos para el último partido de fútbol que se pospuso.
La casa es la casa del padre, del hijo y del espíritu santo envueltos en barro. Una sola espera cobija la solera, un solo quebranto ha doblado las cortinas, esto es el límite, el resto es banqueta paso de transeúnte.
La casa se hunde en un barco, es una escopeta bajo el agua, es una esperanza disparada a larga distancia, Extremadura, extremaunción del alma.
La muerte lleva una casa en la espalda, la vida se fue con ella, la muerte es la vida, la casa sola es también una réplica de muros y bloques, de arcilla comida. Desde la cimbra, el hueso sabe a casa, se nota la pradera por la madera de las terrazas, se escucha aun el viento pasar por la memoria tibia de los veranos.
Encima de la casa se ha colocado un cielo, algunas estrellas marinas del naufragio, días soleados detrás de los pies descalzos, espejos convexos para ver a todos lados.
La casa, cueva del último indio que se quedó dormido. Y aquí estoy, no me despierten, hagan como si no me vieron abrir la puerta de la noche. Escribo esto dormido.
HASTA LA PRÓXIMA.
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA