Los compromisos que el gobernador Américo Villarreal Anaya hizo de cara a la sociedad, para actuar contra quienes saquearon y se enriquecieron con dineros públicos, no tienen fecha de caducidad. Ah, pero eso sí, están frescos en la memoria social que reclama al menos un escarmiento por tantos actos de corrupción.
Y hasta donde sé, no hay que batallar mucho para encontrarlos, si la gente encargada de investigar dónde y cómo vivían los ex funcionarios y sus parentelas escudriñaran en el Registro Público de la Propiedad.
Esto, atendiendo un popular refrán, que reza: ‘El dinero y el amor no se pueden ocultar’.
Por lo tanto, bastaría indagar someramente bajo el entendido de que quien busca, encuentra.
Así es como se localizarían hebras que conduzcan a la madeja.
Le comento esto porque hay casos escandalosos de personajes que en tan sólo seis años edificaron y/o construyen palacetes con su ‘ahorro’ salarial’, tan o más ostentosos que los ricos de abolengo o ex burócratas de alto rango de regímenes anteriores.
Un caso harto ilustrativo, es el de los tres hermanos García Cabeza de Vaca, quienes en tan sólo seis años acumularon una inmensa riqueza.
Ésta, en su mayor parte, con recursos públicos.
Ciertamente los tres andan amparados (José Manuel, Francisco Javier e Ismael), quienes aparecen en varias carpetas de investigación en poder de la Fiscalía Anticorrupción, que ha optado por pretextar secrecía en las pesquisas para no dar a conocer sus avances.
Eso no le impide al gobernador exigirles cuentas (sobre el manejo de los recursos), ni evita fincarle cargos, si acaso se comprobara que, en su ejercicio como funcionario estatal Pancho incurrió en ilícitos; y al amparo de su administración gubernamental sus hermanos cometieron actos de pillaje y negocios de todo tipo, como proveedores del gobierno.
Otros casos que el mandatario de la transformación debe considerar, tienen qué ver con otros ex funcionarios, pues no sólo hubo tolerancia, sino también opacidad por parte de la Auditoría Superior del Estado (ASE) y de la Contraloría gubernamental.
Quizás porque los entones titulares de esos despachos se ocupaban en borrar toda huella de los desmanes, más que atender su responsabilidad.
En fin, ya falta menos para llevarlos al cadalso.
Legalidad ultrajada
Existe en nuestro país una extensa y sólida estructura jurídica que norma la conducta entre todos los mexicanos a través de instituciones diversas.
Pero lamentablemente todavía se adolece de cultura para acatar y respetar las leyes.
Inmediatamente entra en vigor un nuevo ordenamiento, se incumple pese a tener conciencia de estar actuando al margen de la ley; y, que en razón de ello, podría venir una sanción.
Advierte un principio jurídico que la ignorancia del precepto no exime de la culpa al infractor, por lo que nadie se salva de verse envuelto en problemas legales, en un momento dado, si como frecuentemente ocurre soslayamos nuestras obligaciones como personas y ciudadanos.
Lo peor del caso es que como ‘buenos mexicanos’ tenemos especialización en retorcer leyes y reglamentos; o en encontrarles las interpretaciones que más nos favorezcan.
Otra salida es recurrir al ‘influyentismo’ o de plano al cohecho, a fin de no ser alcanzados por el brazo de la justicia ante un ilícito cometido.
En el colmo del cinismo, hemos oído hasta la saciedad la ordinaria frase que se sostiene que las leyes se hicieron para violarlas; y a fuerza de tanto escuchar el absurdo algo se queda en el colectivo social, como si fuera motivo de orgullo.
De ahí que las autoridades todas, hoy quieran inculcar de manera sistemática valores cívicos a los niños, adolescentes y adultos, porque tarde se han dado cuenta de que la problemática corroe el tejido social y no encuentran la forma de que la ley se respete.
La descomposición
En honor a la verdad, lejos estamos de alcanzar el ideal propuesto por los tres niveles de gobierno –federal, estatal y municipal–, toda vez que el mal es profundo.
Contribuyen a la descomposición las marcadas diferencias de clase, injusticias y falta de oportunidades para importantes segmentos sociales que, en definitiva, no ven por ninguna parte la famosa y pregonada equidad; menos el respeto a sus elementales derechos.
Digamos a la salud, el trabajo y la educación.
Claro que el camino para el respeto a la legalidad no es la revuelta o la desobediencia pública ante tanta marginación y desigualdad, pero sí la exigencia de que la autoridad cumpla lo establecido en la ley y predique con el ejemplo.
Ocurre que en reiteradas ocasiones los encargados de aplicar la ley ignoran éstas, tanto o más que las organizaciones civiles y los partidos políticos.
Es aquí, entonces, cuando surge la necesidad de recomendarle a las autoridades que abreven en la sentencia de que el juez, por su casa empieza.
POR JUAN SÁNCHEZ MENDOZA
Correo: jusam_gg@hotmail.com