Estaba en el restaurante El Manolín, en Monterrey, esperando a tres amigos con quienes iba a compartir el desayuno.
Más que nada, queríamos platicar, recordar cosas de nuestra niñez y juventud, hablar de nuestras vidas, en fin, convivir con quienes compartí una etapa significativa de mi historia. Había llegado unos minutos antes de la hora acordada porque me gustaba recordar, en soledad, los momentos felices de aquella época. Solíamos frecuentar la plaza Santa Isabel, justo en la esquina del restaurante.
En ese lugar había resbaladillas de cemento, columpios, sube y baja y otros juegos donde disfrutamos nuestra niñez. De adolescentes y jóvenes seguíamos reuniéndonos allí, disfrutando de momentos inolvidables.
Estaba absorto en mis recuerdos cuando alguien me tocó el hombro derecho y dijo: “¿Panchito?”. Al voltear, me encontré con un hombre de unos 75 años, moreno, de pelo blanco (el poco que le quedaba), bien vestido, con ropa limpia, planchada y conservada, además de zapatos lustrados. “¡Panchito!” exclamó de nuevo. “¿No me reconoces? Claro, han pasado tantos años. Soy el Negro, lavaba carros aquí en la plaza”. Notó mi desconcierto.
“¡El hermano del Tribi!”, añadió. Fue entonces cuando su nombre despertó un recuerdo, aunque la imagen de este hombre no concordaba con el joven de mi memoria.
Me levanté lleno de dudas y le pregunté: “¿Negro?”. “¡Sí, Panchito! ¿Cómo te va?”. Con un ademán, lo invité a sentarse. De inmediato continuó: “Seguro te pasa como a mí, vienes a recordar los viejos tiempos, ¿verdad? Cuando jugábamos futbolito en la plaza o nos poníamos a cantar con la guitarra de César. Hasta echábamos unas cheves, aunque tú no
tomabas”. Su figura actual discordaba con mi recuerdo del muchacho al que conocí: sucio, mal vestido, cargando una cubeta y trapo para lavar carros. Sin embargo, siempre se expresó correctamente y sin groserías.
“Oye, ¿qué te pasó? Mírate, te ves muy bien”, le dije. Soltó una carcajada: “No hombre, para nada. Ya estoy viejo”. “Sí –contesté–, pero parece que te ha ido bien. ¿Qué pasó?”. Se puso serio y, viéndome a los ojos, respondió: “La vida me dio una lección y la aproveché. Quizá no lo notaste o no te acuerdas, pero una tarde estaba sentado en la plaza.
Llegaste tú y me pediste un cigarro. Te dije que no tenía, pero que se lo pidieras al Tribi”. “Lo recuerdo muy claramente”, comenté. “Había un Maverick negro con vidrios polarizados. Fui con el Tribi, quien me dijo que no tenía cigarros, y me mostró donde había tirado la cajetilla vacía. Crucé la calle a comprar cigarros sueltos y vi que llegó un Galaxy. De esos carros bajaron unos tipos”. “Eran judiciales –confirmó– y nos llevaron detenidos.”
“En la comisaría nos metieron en una celda y luego nos llevaron a otro lugar donde nos dieron una golpiza. Querían que confesáramos trabajar para los Lujano, unos traficantes de la zona. Yo no confesé nada porque ni los conocía. Luego nos trasladaron a otra celda. Allí temía tanto a los policías como a los demás detenidos. Como no traía droga y eso quedó asentado, el defensor que me asignaron logró sacarme de la cárcel dos meses después. Al salir, me recomendó irme a otro lugar. ‘Deja la plaza Santa Isabel’, me dijo. ‘Te van a buscar para que trabajes para ellos’”.
“Por entonces yo era un desastre, le entraba a todo: marihuana, cemento, LSD. Casi todo lo que ganaba era para la droga. El abogado me dijo: ‘Estudia un oficio o una carrera corta. Si te decides, búscame’, y me dejó su tarjeta. Lo pensé y lo busqué. Me ayudó a entrar a una escuelita donde estudié contaduría privada. Jamás imaginé estudiar eso. Iba de noche y de día seguía lavando carros”.
“Cuando terminé, ellos mismos me colocaron en un negocio de financiamiento de autos como auxiliar de contabilidad. Y ¿Qué crees? Me di cuenta que era bueno con los números y ascendí. Luego me buscaron de una inmobiliaria, donde trabajo ahora como jefe de contabilidad. Claro, contratan a un contador público para autorizar los documentos importantes”.
“¡Me va bien! Hasta carro de la compañía traigo”. “Me doy cuenta –le dije–. Ya ni groserías dices para hablar”. “Nooo, está prohibidísimo. Si digo maldiciones, me corren”. Miró su reloj, sacó una tarjeta y se despidió: “Llámame – y rompiendo la regla de no decir groserías me dijo- Me dio un chingo de gusto verte”, alejándose a toda prisa.