Jiménez, Chihuahua, el pueblo donde nací durante la celebración de la Navidad, el clima suele ser muy frío. Una Nochebuena, que debió haber sido a principios de los años 60, ya habíamos tenido la cena de Nochebuena en casa de mi abuelita: tamales, buñuelos, sopaipias y muchas otras delicias. Casi todos se habían ido a dormir; solo mi abuelita Talana y mi tía Tacha se quedaron a terminar de arreglar la cocina.
Oyeron un ruido en el patio, y ambas salieron a averiguar de qué se trataba. En una esquina del patio, estaba un hombre encogido, tratando de ocultarse. Según nos relataron después tanto mi abuelita como mi tía, el hombre parecía atemorizado y temblaba de frío. Se acercaron a él y le preguntaron qué quería, pero el hombre estaba tan asustado que apenas podía hablar. Ellas lo tranquilizaron y lo condujeron hacia el «Tejabán», un cuarto que alguna vez fue la cocina de la casa y que tenía fogón y chimenea.
Allí, le ofrecieron una taza de café caliente, tamales y una cobija. Mi tía prendió el fogón, y mi abuelita le dijo que ahí podría pasar la noche y, al día siguiente, continuar su camino. Luego, se retiraron a dormir.
Al día siguiente, temprano, alguien tocó fuertemente la puerta. A pesar de la hora, los «mayores» ya estaban levantados y realizando las tareas del desayuno. Los niños, andábamos emocionados hurgando en el nacimiento. Mi abuelita ponía todos los años un nacimiento cada vez más grande. Además de José, María y el niño Jesús, había pastores, borreguitos, patos en un lago simulado por un espejo que se encontraba en el musgo, y los Reyes Magos en una orilla del nacimiento, como si estuvieran en camino hacia el niño Jesús. Incluso había un diablito escondido por ahí, agobiado por el nacimiento del niño Dios. Los chiquillos buscábamos juguetes entre el musgo, ahí los escondían para dar más emoción al momento de encontrar los regalos que, en ese entonces, se decía que traía el niño Dios y no Santa Claus.
Mi abuelita abrió la puerta y vio que quien tocaba era el teniente coronel Miguel Ángel Rosas, presidente municipal de la ciudad y mi padrino de bautizo.
—¡Buenos días, Talana! ¡Feliz Navidad! —saludó.
—¡Buenos días, coronel! ¡Feliz Navidad! —respondió mi abuelita, un tanto sorprendida por la hora de la visita.
—Pase usted, ¿a qué debo su visita a esta hora? —preguntó.
—Pues, primero que nada, para saludarlos y desearles una feliz Navidad. También le traigo un regalito a Panchito. ¿Estará por ahí? —preguntó.
—Sí, claro, ¡Panchito! —me llamó mi abuelita. Yo ya había encontrado mis regalos: una motocicleta de cuerda, un sombrero tejano y dos pistolas con parque que me tenían fascinado. Así que fui con ellos a donde me llamaba mi abuelita.
—¡Feliz Navidad, ahijado! —me dijo el teniente coronel, mientras me entregaba una caja envuelta para regalo—. Y ten esta moneda para que te compres algo —dijo, extendiéndome un peso. Salí corriendo feliz.
—Disculpe la hora, Talana, es que mis muchachos de la policía agarraron a un tipo que iba saliendo de su casa por la barda del corral. Aunque no le encontramos nada entre sus ropas, venimos a ver si no le robó algo —comentó el coronel. Mi abuela, un poco desconcertada, respondió que no, que no le habían robado nada que ella supiera, y le contó lo sucedido la noche anterior.
—¡Ah, pues debe ser ese canijo que traemos en la «julia»! —así le decían a la camioneta en que trasladaban a los reos en aquel tiempo—. Me gustaría que lo viera.
—¿Será necesario, coronel? Yo no creo que ese pobre hombre se haya llevado nada. De hecho, fui al «Tejabán» donde se quedó a dormir, y ahí estaba todo, hasta la cobija que le prestamos, bien dobladita. Además, no vamos a hacer que pase la Navidad en la cárcel.
Dándose cuenta de que mi abuelita no quería acusar al hombre de nada, el coronel respondió:
—Bueno, pues si no hay acusación, lo voy a tener que dejar libre.
Semanas después, lo atraparon en Ciudad Delicias robando ropa. Con curiosidad, el jefe de policía le preguntó por qué había ido hasta Delicias a robar, en lugar de hacerlo en Jiménez, que estaba más cerca de su pueblo.
—A Jiménez ya nada más voy a darle gracias al Santo Cristo de Burgos —contestó el hombre.
Las acciones de bondad tienen un profundo impacto tanto en la persona que las recibe como en aquella que las realiza. Quien actúa con bondad obtiene respeto y simpatía no solo de quienes reciben su ayuda, sino también de quienes observan su actuar. Además, fortalece la resiliencia emocional, ya que las personas se enfocan en aspectos positivos y en el bienestar de los demás, lo que ayuda a afrontar desafíos de manera más optimista. Aristóteles decía: «La bondad es una cualidad moral, la mayor de las virtudes, porque es la práctica del amor hacia la humanidad.».
Ser bondadosos nos genera un entorno más positivo y armonioso lo que propicia nuestro crecimiento personal ayudando a los demás. ¡Feliz Navidad!
POR FRANCISCO DE ASÍS