29 marzo, 2025

29 marzo, 2025

Polémica Juarista

DAVID VALLEJO | CÓDIGOS DE PODER

Luego de publicar la columna anterior “1.37 o 1.55 metros de patria”, recibí muchos y variados comentarios —críticos, reflexivos, apasionados, algunos viscerales, otros profundamente generosos— los cuales agradezco con sinceridad por igual. Me obligaron a hacer lo que todo columnista considero que debería hacer cuando su palabra genera eco: pensar más, leer más, y escribir mejor. Esta es, por tanto, una continuación necesaria. Un complemento, no una corrección.

Benito Juárez es una figura que genera adhesiones inquebrantables y rechazos frontales. Pocos personajes históricos provocan tantas pasiones opuestas. Para algunos, es el defensor absoluto de la República; para otros, el traidor que ofreció el país a Estados Unidos y se alejó de sus raíces indígenas. Lo curioso es que ambas posturas pueden citar hechos reales. La diferencia está en el ángulo desde donde se miran.

Y ese, precisamente, es el problema de discutir la historia sin contexto: uno termina peleando con estatuas o idealizando contradicciones. Juárez no fue una deidad laica, aunque lo convirtieron en una. Tampoco fue un demonio, aunque tomó decisiones que bien pueden ser cuestionadas. Fue un hombre, no un mármol.

El Tratado McLane-Ocampo se ha convertido en uno de los puntos más espinosos para quienes defienden su legado. ¿Firmó un acuerdo que concedía rutas estratégicas a Estados Unidos? Sí. ¿Lo hizo a cambio de apoyo político y financiero en plena Guerra de Reforma? También. Pero, como en toda historia compleja, hay que preguntarse por las circunstancias.

Juárez estaba acorralado. Gobernaba un país partido en dos, con los conservadores instalados en la capital, el ejército desmoralizado y las finanzas exhaustas. En ese momento, más que pensar en soberanía a largo plazo, pensaba en sobrevivir una semana más. Fue una jugada desesperada. ¿Cuestionable? Sin duda. ¿Entendible? También. Esa es la diferencia entre juzgar con superioridad moral o analizar con empatía histórica.

Que Estados Unidos haya rechazado el tratado por temor a parecer imperialista dice mucho. Primero, que México importaba. Segundo, que incluso las potencias tienen límites, o al menos miedos. Tercero, que los errores políticos de Juárez, como los de cualquier líder, deben medirse por el momento en que ocurrieron, no por los valores del siglo XXI.

También me escribieron diciendo que Juárez traicionó a los suyos, a los pueblos indígenas. Esta acusación merece detenerse. Es cierto: Juárez no reivindicó una identidad indígena como lo haríamos hoy. No impulsó una agenda multicultural ni se convirtió en portavoz de los pueblos originarios. Pero también es cierto que, en un país profundamente racista, se convirtió en presidente siendo indígena, hablando zapoteco en su niñez y enfrentando el desprecio de las élites. Su lucha fue por la igualdad ante la ley. Su obsesión era que nadie tuviera privilegios por cuna, por sotana o por espada. ¿Fue eso una forma de traición? ¿O fue una apuesta, quizás imperfecta, por una forma más radical de igualdad?

No hay que confundir identidad con representación. Juárez no ondeó la bandera indígena, pero cargó con ella en el silencio de su andar. No exaltó su origen, pero lo hizo visible en un país donde lo indígena era sinónimo de servidumbre.

Lo cierto es que, junto con Santa Anna y Porfirio Díaz, Juárez integra la terna de presidentes más polémicos de la historia nacional. Y eso no es un defecto. Es síntoma de su relevancia. De su peso. Porque quienes no dejan huella, tampoco dejan discusión.

Compararlo con líderes actuales es, a mi parecer, tan tentador como inútil. El México de Juárez no es el de hoy. Entonces había ejércitos franceses, obispos armados, caudillos en cada rincón y un país al borde de la disolución. Hoy, con todas nuestras fallas, tenemos una estructura más institucional y una sociedad civil capaz de debatir. Juárez gobernó en guerra, en crisis, con el tiempo en contra y el exilio como oficina provisional. Su estilo fue rudo porque el contexto fue brutal.

El debate sobre Juárez sigue abierto, y qué bueno que así sea. Porque discutirlo no es irrespetar la historia, sino rescatarla del olvido o de la idolatría ciega. La clave está en no buscar héroes puros ni villanos absolutos, sino entender que los grandes personajes habitaron un mundo donde cada decisión se tomaba entre sombras, dilemas y urgencias.

Y quizá, más allá de bandos y pasiones, lo que más necesitamos hoy es ese ejercicio tan escaso como poderoso: ponernos en su lugar, en su tiempo, en su piel, en sus miedos. Y desde ahí, volver a mirar la historia.

¿Voy bien o me regreso? Nos leemos pronto si la IA y la historia lo permiten.

Placeres culposos: grandes álbumes esta semana.
2 de jazz: Ben LaMar Gay, Downtown Castles can never block the sun; Gabi Hartmann, La femme aux yeux de del

Rock: Dorothy, the way; Cradle of Filth, The screaming of the Valkyries.

Indie: Japanese Breakfast, For melancholy brunettes.

Y las reediciones y compilados de Rush 50.

Margaritas para Greis.

POR CÓDIGOS DE PODER

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