Hoy en día es un río de gente, cola interminable rumbo al infinito, silencioso pájaro nocturno. La calle Hidalgo cumple años el mismo día que la ciudad. De día, en sus mejores días es un festival de canciones, una romería, voces que se atraviesan en el espacio donde respiramos canciones.
Quién que conozca la ciudad no conoce la calle Hidalgo. En este país la calle Hidalgo suele ser el centro que parte en dos a los pueblos desde la Independencia.
Al nacer Victoria – antes de eso la ciudad era una villa y llevaba el nombre de Santa María de Aguayo- esa calle llevaba de la Estación del Ferrocarril al Palacio de Gobierno donde hoy se ubica la Presidencia municipal, al anterior Teatro Juárez donde hoy se encuentra el Palacio de Gobierno, luego pasaba por la catedral, la calle siempre bien iluminada por negocios que daban barato y hasta fiaban, llegaba a la cárcel a la altura del nueve Matamoros enfrente de donde hoy es rectoría, pasaba por el Mercado y más al Este bordeaba la barda sur del panteón municipal donde terminaba la ciudad y ahí acababan también los escasos habitantes de aquel entonces.
Un lugareño pasa hoy por la de Hidalgo y se da cuenta de que ya no es lo mismo. Deambulando entre la gente uno estorba a otro, hay personas a quienes hemos visto caminar por ahí toda la vida y se han vuelto viejos. Nos hemos cruzado mil veces con uno de sombrero panameño y no nos hablamos, pero bien que nos conocemos.
Mientras 280 muchachas se bañan en la playa, aquí muy tranquilamente otras 280 circulan por la de Hidalgo. Llegaron en Uber, en micro, alguien, nunca se sabe quien, las trajo y ellas dejaron que las trajeran. Andan con el tío solterón de compras, tirando aceite con unas amiguis de la escuela, haciendo el paro a otra que quiere traer novio, algunas viajan solas pero no se preocupen, así andan siempre.
Cada vez más señoras y señores ya mayores se mueven entre la masa de poetas de cualquier lugar, es que traen la pensión, traen con queso las gorditas y entran y salen por otro lado del mercado, se hidratan y se les ha visto chingándose unas gorditas de Doña Tota.
Conozco a uno de lentes a quien siempre desde la primaria me encuentro en el 13 Hidalgo, ¿no seré yo viéndome en el aparador de La Primavera?, se ve más cansado el vato.
Un día me encontré en esa calle al portero del Correcaminos, no recuerdo cómo se llama; vi de lejos a mi último maestro; me tomé unas fotos de tres cuartos de perfil, en la foto-estudio que atendía un matrimonio en el 9 y 10, si no me equivoco; Don Chava me arregló un reloj Omega de los de antes, mi padre me quiso comprar un triciclo en la muebleria Villarreal y no lo hizo. Y no me agüité por eso.
Caminé a lo largo de la Hidalgo miles de veces buscando un reportaje, caminé al lado del Pintor Pedro Banda, platicando; con el maestro Daniel Sada conversamos de un tema literario, acerca del ritmo en la narrativa; caminé con un antropólogo chilango allá por 1991 y nos tomamos una chelas en el Gallo que estaba en el 11 y 12 Morelos. Caminé ebrio y solitario rumbo a mi casa que no estaba cerca. Hay mucha memoria y poco espacio para escribir de aquellos compañeros.
En esa calle hubo de todo como en botica, por cierto había más boticas y preparaban las sustancias químicas. Había «piñeras» y «paqueros» afuera de los bancos, que te daban un fajo de recortes de periódico y te chingaban el salario de la semana. No existía la tienda «Cuidado con el perro», más deambulaban perros de a deveras. Además entre el 7 y 8 Hidalgo estaba La Leona y no nos espantábamos.
La calle Hidalgo es un lujo que nos podemos dar con tranquilidad quienes no hemos salido a vacacionar a otros lugares, una opción para contemplar el paisaje de zapatos, el religioso acomodo de la ropa colgando de un gancho, observar el rostro impavido y distraído de los transeúntes que vagan sin sentido, así… como uno.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA