2 junio, 2025

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Maestros de vida

PLACERES CULPOSOS/ DAVID VALLEJO

Hay maestros que uno recuerda por sus lecciones, por sus exámenes imposibles o por las fórmulas que nos hacían memorizar. Y hay otros, más escasos, más hondos, que no se recuerdan con la mente sino con el alma. Que no se citan en un currículum, pero aparecen cuando uno se pregunta quién fue el primer adulto que creyó en ti, además de tus familiares, quién te enseñó algo que no estaba en el plan de estudios, quién te tocó el corazón sin siquiera proponérselo. En mi caso, ese maestro se llamaba el padre Mora.

Estudié en el Instituto Cultural Tampico, y como muchos de mis compañeros, fui un alumno inquieto. De esos que hablan cuando no deben, que sueltan una broma fuera de lugar en el momento menos oportuno. Fue por eso que alguna vez citaron a mis padres. No para regañarlos, sino para invitarlos a un acuerdo: que me uniera al padre Mora en su labor social algunos días entre semana y también algunos fines de semana. Y ahí empezó mi verdadera educación.

Mora era un personaje peculiar. Daba clase en secundaria, pero más que su materia, lo que se me quedó grabado fue que solía quedarse dormido en clase. Así de cansado andaba siempre. Pero al final de cada sesión, como un acto sagrado, nos leía un fragmento de Mi pie izquierdo. Lo curioso es que casi siempre leía el mismo capítulo, porque no recordaba dónde se había quedado. Lo escuchábamos en silencio, más por curiosidad de saber si leería un nuevo capítulo que por interés genuino.

Con el tiempo entendí por qué siempre andaba dormido. Porque su vida era servir. Visitaba hospitales, ayudaba a personas en situación de calle, asistía a enfermos terminales. Siempre estaba para los olvidados, los abandonados. Su vocación no se quedaba en el aula: se desbordaba en cada esquina donde había un necesitado. Llevaba siempre una mochila roja y un cinturón gastado que parecía tan viejo como su cansancio. En lugar de enseñarnos a través de discursos, pregonaba con el ejemplo.

Años después, ya en la universidad, me encontraba haciendo labor social en la sierra Tarahumara cuando alguien mencionó que el padre Mora vivía por allá. Decidí buscarlo. Antes de ir, compré una mochila nueva y un cinturón digno, como un gesto de gratitud por todo lo que había sido para mí. Lo encontré. Sonrió al verme. Cuando le di los regalos, me saludó con entusiasmo, pero enseguida me dijo que los iba a regalar. “Yo ya tengo los míos”, me dijo. Y era cierto. Así era Mora. No necesitaba nada. Porque lo tenía todo.

El padre Mora murió asesinado en un hecho de violencia, junto con otro jesuita, hace algunos años, cuando intentaban proteger a un guía de turistas de la delincuencia organizada. Pero lo que él sembró en mí y en muchos otros no puede morir. Porque lo que enseñaba no era una materia: era una manera de estar en el mundo.

Por cierto, según el INEGI, en México hay más de 1.2 millones de docentes en educación básica. El 70% son mujeres. La mayoría tienen licenciatura, muchos tienen posgrados, y más del 80% están formados específicamente para educar. Pero hay una estadística que no aparece en los informes: la de cuántos de esos maestros transforman una vida con una historia, con una lectura, con un acto de servicio.

La UNESCO ha advertido que para 2030 se necesitarán 44 millones de nuevos maestros en el mundo. No es solo una cifra: es una urgencia moral. Porque sin ellos, el futuro no tiene cimientos. Un buen maestro enseña con libros; uno extraordinario, con la vida y con libros.

Hoy, más que celebrar, deberíamos agradecer. Por cada padre Mora que existió. Por cada maestro que se quedó dormido por darlo todo. Por cada capítulo que se repitió tantas veces que terminó por quedarse para siempre. Y por la certeza de que la verdadera educación sucede cuando alguien decide creer en ti antes que tú mismo.

Gracias, padre Mora. Gracias a todos los que enseñan sin esperar recompensa. Ustedes no dan clase. Ustedes despiertan almas.

¿Voy bien o me regreso? Por cierto, frase de otro profesor que ya no está con nosotros, el padre Jean.

Placeres culposos: Volver a ver de nuevo, la sociedad de los poetas muertos.

Las buenas enseñanzas y añoranzas para Greis y Alo.

Por. David Vallejo

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