2 junio, 2025

2 junio, 2025

El amor de la familia

EL FARO/FRANCISCO DE ASÍS

Fernando estaba sentado en una banca del parque donde muchas veces había traído a sus hijos a jugar. Iba allí de vez en cuando; le hacía sentirse bien. Ese día era especial: cumplía años. Por eso había regresado, para llenarse de recuerdos de cuando su vida era buena y feliz.

Estaba sucio. Su pelo, hirsuto; su ropa, vieja y manchada. Masticaba un pedazo de manzana, dejando ver dientes amarillentos, algunos ausentes. Su mirada estaba en el suelo, pero su mente viajaba al pasado, a esos días en que sus hijos reían entre columpios y él aún no era un desconocido.

Había sido ingeniero químico. Puso una pequeña planta de productos plásticos. Le iba bien… hasta que el alcohol se volvió su sombra. Descuidó el trabajo, la familia, las cuentas. Le embargaron la casa. Y con ella, perdió todo.

La última vez que habló con su familia fue quince años atrás. Felipe, su hijo mayor, de apenas dieciséis años, lo encontró tirado frente a la casa, cubierto de vómito. Con esfuerzo, lo sentó en el quicio de la puerta. Estaba angustiado. Con rabia y dolor, le dijo:

—¡Mírate! ¡Eres una vergüenza! Ya no te queremos aquí. Todos los días es lo mismo. Los vecinos ni se asoman, no te quieren ver. ¡Ya basta!

Fernando intentó levantarse, pero no pudo. El alcohol aún lo tenía nublado.

Felipe fue por una muda de ropa y se la lanzó: —Toma. Búscate dónde cambiarte. Estás hecho un asco… y no vuelvas.

Desde la puerta, Consuelo, su esposa, contenía su llanto. Rosario, su hija de catorce, no decía nada. José, el más pequeño, de apenas nueve, lo miraba con miedo.

Ramón, un policía que patrullaba la zona, presenció la escena. Se acercó y dijo con voz firme pero compasiva:
—Venga, don Fernando. Lo llevaré a un lugar donde pueda cambiarse. Lo llevó a un refugio para indigentes. Allí vivía desde entonces, rodeado de otros como él: hombres derrotados. El refugio le daba comida y techo. Lo que pedía en la calle lo usaba para seguir bebiendo. Hasta que un día decidió cambiar.

Ingresó a Alcohólicos Anónimos. Ya llevaba dos años sin beber. Ese día —su cumpleaños— algo se removía por dentro. El parque, las risas pasadas, el columpio, la manita de su hija… todo estaba allí, pero ya no era suyo. Cerró los ojos.

—Disculpe… ¿usted es el señor Fernando? —le dijo una voz Abrió los ojos. Un joven bien vestido lo observaba con cautela.

—Soy José —dijo—. José, su hijo.

Fernando no supo qué decir. Aunque el tiempo le había robado detalles, en sus ojos reconoció algo.

—Hoy es su cumpleaños —continuó José—. Mi hermana Rosario me dijo que a veces venía aquí. Quise venir a verlo. Si usted quiere… vamos a tomar un café.

Fernando no respondió. José se agachó, sacó un pañuelo y le limpió el rostro. —Solo quiero hablar, papá. Si usted quiere.
Fernando asintió. Se levantó con torpeza.

—Lo hemos buscado mucho —dijo José—. Un amigo suyo le dijo a Rosario que a veces venía aquí. Queremos que vuelva.

Fernando bajó la cabeza. José lo condujo a un automóvil. Durante el trayecto, habló: Rosario era maestra, Felipe vivía en el norte. Luego, con voz suave, añadió:

—Mamá nos pidió muchas veces que lo buscáramos.
José se percató de que no olía a alcohol y preguntó con una sonrisa:

—Hoy no ha tomado, ¿verdad?
—No. Tengo dos años sobrio —respondió Fernando.

Al llegar, Fernando reconoció la casa. José abrió la puerta.
—Mamá está en su habitación. Está enferma, pero lo espera.
—Necesito asearme… no quiero que me vea así —dijo Fernando.
—Véala. Después se arregla.

Camino a la habitación, Rosario lo interceptó con una gran sonrisa.
—¡Papá! —exclamó, abrazándolo.
Fernando, incómodo, se sintió indigno. Le dio un beso en la mejilla y siguió hacia la recámara.

Consuelo, acostada en su cama, levantó la mirada. Tenía lágrimas en los ojos.
Con voz apagada dijo:
—¡Fernando!

Él se acercó y le tomó las manos.
—¡Perdóname! Lo siento… por todo. Fui un cobarde —dijo, mirando a Consuelo y a los demás.

Rosario lo tomó de la mano:
—Papá, estabas enfermo. No eras un delincuente. No tenemos nada que perdonarte. Solo ayudarte.
Más tarde, mientras Rosario le servía un café, Fernando preguntó:
—¿Puedo asearme? Ando sucio… ni tengo ropa. ¿Y Felipe?
—Llega mañana temprano —respondió—. Mamá pidió que tu ropa siempre estuviera limpia. Puedes usar su baño… tu baño.

Esa noche, ya aseado, pidió pasarla junto a su esposa. Colocaron un sofá junto a la cama. Consuelo, haciendo un esfuerzo, le dijo:
—Gracias por volver.

Él se recostó. Por primera vez en años, no sintió frío, ni culpa. Solo paz.

A la mañana siguiente, Felipe llegó. Entró en silencio con sus hermanos.
Fernando estaba en la cama con Consuelo quien descansaba su cabeza en el pecho de su marido. Al besar la mejilla de su madre y la frente de su padre, volteó a ver a sus hermanos y dijo:
—Se han ido. Mamá solo lo esperaba a él.

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