3 junio, 2025

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Algunos datos del absurdo concursante 

CRÓNICAS DE LA CALLE / RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA 

No es agotador escribir. El lápiz se desliza en el suelo resbaloso. No se trata de convencer a nadie y por eso la tierra se afloja sola antes de dar a luz un árbol. Tampoco es sentir preocupación por lo dicho y lo dispuesto por el mundo, por lo establecido y la necesidad. El lápiz recorre su personal camino, muchas veces como el hombre, sin saber a donde va.

Se escribe cerca de la ceguera para palpar con las manos las viejas paredes e ir sintiendo el paso del tiempo y el detenimiento de otros ojos construyendo el universo. 

Como la vida es escribir. Lo difícil viene tarde y despacio, la paciencia tarda años en dar a luz y un rato en equivocarse. La historia se repite en todas las cosas. Vale la pena llegar hasta el último resquicio de la respiración. Igual que abajo es arriba, igual adentro que afuera, el pensamiento vuela y se hace añicos en la inconsciencia. 

Cada coma detiene mi respiración, asustado por lo escrito, continuó siendo proscrito. Avanzo en la maleza con mis gruesas botas de soldado de película gabacha. No me absuelvo ahora, al filo del machete huyen mis temores, me voy convirtiendo en un algo, en otro que no sabría explicarse por lo absurdo. 

Todo texto es una canción inesperada. Si afuera está lloviendo, ahí no sopla el viento, se escribe de memoria y con la luz apagada, sólo la necesaria para atinar a una flecha.

Las letras, si las dejo por un tiempo se vuelven un pequeño ejército de hormigas que después tratan de trepar por los dedos para cambiar el rumbo de los acontecimientos. El escribidor viaja solo hasta el final pidiendo ayuda a las musas que se fueron. 

Letra por letra con taladro se graba en el cerebro un texto. Todos los días acudimos al mito de Sísifo y subimos una piedra que rueda cuesta abajo al final del día para empezar de nuevo. Escribimos en la caverna de Platón ignorando si existe la existencia, al salir a la calle extrañamos la cueva.

Al volver hay mil historias en la cabeza ocupando la estancia, un millón de ojos acechan la crianza de un engendro de la palabra escrita. Cien carros se atascan en el puente rumbo al país del norte, es imposible escapar de los pies. Empiezo de nuevo. Yo mismo pido un cerillo para fumar un cigarrillo. En Ia esquina donde empecé, en el antiguo barrio, pasa gente que no conozco. 

Comprendo ser ahora quien está afuera, quien no suele contestar si alguien pregunta, espero la lluvia para que el de adentro escriba que afuera está lloviendo y yo me mojo a propósito. 

Y sin embargo escribo todo esto en un día bonito. Imagino la tragedia y la comedia, la trama burlesca de los teatros, el rimel escurriendo en lluvia de las protagonistas principales, mi voz temblorosa de actor secundario y de relleno. De pronto habrá gente normal ocupando las butacas de una biblioteca, un millar de libros acompañarán el posible fracaso de lo leído, otros aplaudirán el esfuerzo, el aceite tirado, el último boleto del tren, el tiempo de compensación de quien firma al calce. 

Escribir es un día espléndido, mas nunca falta quien llame a la puerta y me entregue la comida rápida, detiengo un poco el vaso de agua que se dirigía a la boca y trato de recordar el día de mi cumpleaños. Estoy en el texto y avanzo rumbo a la mesa y desde lejos observo la manzana solitaria. Confundido he visto en mi al oscuro personaje sonriente y enigmático. 

Para entonces se han ido a la vez las golondrinas y el que suscribe está solo en el cuerpo de nuevo, escribo con dos cuerdas bucales y el viento ya derribó las paredes y se llevó las cortinas. Afuera un sifón trajo la ciudad con las fechas de nacimiento, veo el vuelo de los almanaques, instalo por último un garabato que ahora es mi nombre de fantoche y pongo punto y final al escrito. 

HASTA PRONTO 

POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA 

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