8 junio, 2025

8 junio, 2025

El voto: historia, poder y simulación

EL FARO/FRANCISCO DE ASÍS

En su forma más simple, el voto representa la expresión individual de una voluntad colectiva. No es solo una boleta depositada en una urna: es la manifestación más visible de una sociedad que ha conquistado —a lo largo de siglos— el derecho a decidir su destino.

Pero no siempre fue así. La historia del sufragio es también la historia de la exclusión, la manipulación y la lucha por el poder.

El uso del voto tiene raíces antiguas. En la Atenas del siglo V a.C., los ciudadanos (varones libres, mayores de edad y nacidos en Atenas) participaban en asambleas donde se decidía sobre leyes y magistrados.

Pero ese “demos” que daba nombre a la democracia excluía a mujeres, esclavos, extranjeros y pobres. Roma adoptó formas similares, con votaciones en las asambleas populares, aunque la influencia real recaía en los patricios y en el Senado. No fue sino hasta siglos más tarde, en los albores de la modernidad, que el voto empezó a adquirir el carácter que hoy le atribuimos. En Inglaterra, tras la Revolución Gloriosa de 1688, se sentaron las bases del parlamentarismo moderno, aunque solo una minoría aristocrática podía votar.

En Francia, la Revolución de 1789 trajo consigo el voto como símbolo de la soberanía popular, pero también limitado: inicialmente reservado a hombres propietarios. En América Latina, los procesos de independencia trajeron consigo promesas republicanas, pero el voto seguía siendo un privilegio de unos cuantos: hombres letrados, propietarios, criollos.

En México, por ejemplo, el sufragio masculino universal no se consagró constitucionalmente sino hasta 1917, y las mujeres no obtuvieron el derecho al voto sino hasta 1953, más de un siglo después de la primera Constitución. Durante mucho tiempo, el voto no solo fue restringido, sino también manipulado.

Numerosos países, los gobiernos encontraron maneras de controlar las elecciones: desde el acarreo y la compra de votos hasta el uso del miedo o la violencia.

En otros casos, las elecciones eran una fachada: los resultados ya estaban definidos de antemano, y la participación ciudadana solo servía para validar una decisión del poder. El voto libre, informado, secreto y respetado, se convierte en el instrumento más poderoso para transformar una sociedad.

En las democracias consolidadas, el sufragio ha servido para lograr avances civiles, cambiar regímenes corruptos, frenar autoritarismos y construir instituciones. Pero para que eso ocurra, deben cumplirse ciertas condiciones fundamentales:

1. Información veraz y plural: el ciudadano debe contar con los elementos suficientes para emitir un voto razonado. Cuando hay propaganda, desinformación o censura, se vota sin libertad.

2. Libertad de expresión y organización: sin estos derechos, el voto se vacía de contenido.

3. Instituciones electorales imparciales: si el árbitro está al servicio del poder, el resultado será siempre favorable a quienes lo controlan.

4. Educación cívica: para entender el valor del voto, no basta con ejercerlo, hay que comprenderlo.

5. Participación real: sin ciudadanía activa, el voto se convierte en un ritual estéril. Por eso es preocupante lo que ocurrió en el reciente proceso para elegir a jueces y magistrados en México.

Se planteó como un ejercicio democrático, una consulta al pueblo para decidir sobre un tema trascendental. Pero la realidad fue otra: la participación fue tan baja, tan pobre, que más que un respaldo, el gobierno debería leerlo como un mensaje.

Un mensaje claro: la gente no se sintió convocada, no le interesó el proceso o no confió en él. Y eso debería preocuparnos a todos.

Porque cuando el voto deja de importar, cuando la ciudadanía no ve en él una herramienta de cambio, la democracia se vuelve una cáscara vacía. Y en el proceso, no solo hubo acarreo, compra de votos, robo de boletas y violencia en algunas regiones, sino lo más grave: simulación.

La idea de una democracia participativa fue usada como pretexto para imponer una decisión ya tomada. En México hemos tenido regímenes autoritarios que simularon procesos democráticos para legitimar decisiones unilaterales. Cuando el voto ha sido inducido desde el poder, deja de ser un derecho en un instrumento de manipulación.

El sufragio no es garantía de democracia si no se ejerce con libertad, si no representa verdaderamente la voluntad popular. Para que los votos cuenten se necesita confianza. Confianza en que lo que se decide tiene sentido.

Confianza en que los ciudadanos serán escuchados. Confianza en que el resultado no está definido de antemano. Defender el voto es defender la democracia. Pero también debemos exigir que no se use como un disfraz, como un trámite para validar decisiones ya tomadas.

La historia nos ha enseñado que cuando el voto se convierte en simulacro, la voz del pueblo no desaparece… se transforma en protesta, en ruptura, en resistencia.

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