13 julio, 2025

13 julio, 2025

El agua que nos habita

EL FARO/FRANCISCO DE ASÍS

Vivimos de ella, pero no con ella. Solo cuando escasea o destruye, recordamos que sin agua no hay vida, ni sociedad, ni futuro.

Mucho antes de que hubiera historia, fuego o palabra, ya había agua. Apareció en la Tierra hace al menos 4,300 millones de años, quizá surgida desde el interior del planeta o traída por cometas helados. Lo cierto es que sin ella no existiría la vida. Los primeros organismos surgieron en el agua hace unos 3,800 millones de años, y desde entonces, cada forma viva —incluido el ser humano— ha sido agua en su mayoría. Nosotros mismos lo somos: entre un 60 y 70% de nuestro cuerpo está compuesto por agua.

Hoy, el planeta contiene alrededor de 1,400 millones de kilómetros cúbicos de agua, pero el 97.5% es salada. Solo 2.5% es dulce, y de esa, menos del 1% está disponible directamente para consumo humano. La cantidad de agua total no ha cambiado en milenios, pero sí la forma en que la usamos… y abusamos.

Contaminamos ríos, lagos y acuíferos con desechos industriales, agrícolas y urbanos. Cada día vertemos millones de litros de agua residual sin tratamiento. El ciclo del agua —ese proceso natural en el que el agua se evapora, se condensa, llueve y regresa a los mares— ha sido roto o sobrecargado en muchas regiones del mundo. Y eso tiene consecuencias.

Cuando falta el agua, entramos en pánico. Nos peleamos por ella, la racionamos, culpamos al clima o al gobierno. Cuando el agua nos inunda, maldecimos las lluvias, construimos muros, buscamos seguros. Pero rara vez nos preguntamos si la causa es más profunda: nuestra incapacidad para vivir en armonía con el ciclo natural del agua.

Hemos canalizado ríos, secado humedales, pavimentado suelos que antes absorbían la lluvia. Vivimos de espaldas a la lógica del planeta, y entonces vienen las sequías… o las inundaciones.

En 2023, la ciudad de Tampico vivió una de sus crisis hídricas más graves. A pesar de contar con los ríos Pánuco y Tamesí, y más de una decena de lagunas, sus fuentes de abastecimiento se secaron por falta de lluvias. No fue sólo un problema de infraestructura, sino de clima alterado y escasa previsión. Un ejemplo claro de cómo el agua puede estar cerca y, al mismo tiempo, ser inalcanzable.

Hay casos más extremos. El del mar de Aral, entre Uzbekistán y Kazajistán que se encontraba entre los cuatro lagos más extensos del planeta, abarcando un área de 68,000 km². Actualmente, su superficie ha disminuido a menos del 10% de lo que era., desapareció casi por completo en pocas décadas. La sobreexplotación de los ríos que lo alimentaban, desviados para el cultivo de algodón, transformó una región fértil en un desierto tóxico, despoblado, contaminado, sin futuro.

Pero también existen historias luminosas.

Una historia de esperanza: Isla Urbana
Mientras muchas regiones pierden su equilibrio hídrico, otras lo recuperan con ingenio y compromiso. Tal es el caso de Isla Urbana, una organización mexicana que ha instalado más de 43,000 sistemas de captación de lluvia en zonas urbanas como en la CDMX donde mucha gente tiene garantizados de 5 a 8 meses de autonomía y puede llegar a un año completo, según el tamaño del sistema. En zonas rurales e indígenas se han implementado 3 204 sistemas, beneficiando a 61 037 personas y captando 1 827 millones de litros adicionales, beneficiando a más de 470,000 personas.

Sus sistemas, sencillos pero efectivos, permiten recolectar, filtrar y almacenar el agua de lluvia que cae en los techos de las viviendas. En total, más de 6,600 millones de litros de agua han sido aprovechados cada año gracias a esta iniciativa. El impacto va más allá del abastecimiento: en comunidades donde el agua era sinónimo de espera, deuda o enfermedad, ahora representa autonomía, salud y dignidad.

Casos como el de Isla Urbana demuestran que el ciclo del agua puede ser restaurado cuando los seres humanos asumen un papel activo y consciente, no solo como consumidores, sino como cuidadores de ese hilo líquido que sostiene la vida.
La naturaleza puede limpiar, regenerar, equilibrar… hasta que no puede más. Cuando el ciclo colapsa, el agua regresa con furia o se ausenta sin aviso. Y entonces comprendemos —demasiado tarde, a veces— que no es solo un recurso: es la condición misma de nuestra existencia.

Cada uno puede hacer su parte para cuidar el agua, el gobierno con políticas públicas eficaces e inversiones en infraestructura. Los ciudadanos usándola con más conciencia y acciones como recolectar la lluvia en casa, poner filtros y contenedores sencillos, o aprovechar el agua que sale de los aires acondicionados, sobre todo en lugares húmedos. Y prácticas tan simples como reparar fugas, usar sanitarios de bajo consumo o cerrar la llave mientras se cepillan los dientes.

Porque al final, pequeñas acciones, sumadas una a una, pueden devolverle el equilibrio a la tierra. Y cuidar el agua es, en el fondo, cuidar de nosotros mismos.

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