En una rápida cadena de acontecimientos, Petróleos Mexicanos (Pemex) vuelve a colocarse como uno de los ejemplos más claros de ineficiencia, de falta de visión y de una idea equivocada de lo que significa la soberanía energética.
Es la prueba irrefutable de otro gran fracaso del gobierno anterior, que prometió rescatar a la petrolera de la crisis en la que ya se encontraba.
Durante el sexenio pasado, el compañero Andrés Manuel llegó con la intención de convertir a Pemex en motor del crecimiento económico, generador de más ingresos fiscales.
Quiso hacerlo un referente de lo que él entiende por soberanía nacional, a partir del aprovechamiento de los recursos petroleros y sus derivados.
El problema de la empresa estatal no es nuevo ni exclusivo del gobierno de López Obrador.
La corrupción, la ineficiencia, la falta de visión de largo plazo, la ausencia de controles para evitar dispendios y la asignación discrecional y opaca de contratos, son males que arrastra desde hace décadas.
Con el PRI, Pemex se convirtió en emblema de la corrupción, de los excesos y del abuso del poder.
Sus finanzas se vieron mermadas por la elevada carga impositiva, el saqueo disfrazado y el empoderamiento progresivo de un sindicato que, en más de una ocasión, llegó a querer disputar el poder al propio Presidente de la República.
Con el PAN, la promesa de transformarla en una empresa pública rentable, impulsora del desarrollo y actor clave en el aprovechamiento de los yacimientos de hidrocarburos quedó en un mero discurso.
Lo único que sí se mantuvo en movimiento fue el saqueo de sus recursos: deudas, obras millonarias asignadas a discreción, sobrecostos, aumento desmedido de su personal “de confianza” y el desvío de recursos en proyectos tan absurdos como la carísima e inexplicable barda perimetral de la refinería de Tula, herencia del gobierno de Calderón y símbolo de la corrupción.
Un sexenio antes, a Fox le tembló la mano para aplicar la ley y desarticular al sindicato que encabezaba Carlos Romero Deschamps, quien, junto con su entonces tesorero y hoy dirigente Ricardo Aldana Prieto, estuvo involucrado en el “Pemexgate”: el escándalo por el desvío de recursos públicos a la campaña presidencial del PRI.
Con esos antecedentes -gobiernos que exprimieron las finanzas de Pemex mientras abandonaban el mantenimiento y la modernización de su capacidad productiva, y un sindicato que se mantenía como un lastre- llegó el turno de López Obrador.
Con Morena en el poder, el compañero Andrés Manuel -anclado en ideas propias de los años 80-, pretendió que Pemex volviera a ser la columna vertebral de las finanzas públicas.
El resultado fue otro desastre, pues hundió aún más a la petrolera con decisiones absurdas, como poner al frente a Octavio Romero Oropeza, un agrónomo sin experiencia en la industria petrolera.
El deterioro no fue únicamente responsabilidad de Romero Oropeza, ya que López Obrador tampoco fue ajeno a los casos de corrupción, tráfico de influencias y opacidad en la entrega de contratos millonarios a familiares y allegados.
Romero apenas ganó algo de tiempo, porque las finanzas debilitadas, las acusaciones de corrupción, la incapacidad para erradicarla, la sangría constante del contrato colectivo de trabajo y la abultada deuda acumulada, dejaron a Pemex convertido en un problema mayúsculo para la economía nacional, muy lejos de ser la palanca de desarrollo que se prometió.
A esa carga histórica se le suma la realidad presente, un Pemex que mantiene deudas impagables con proveedores y contratistas.
En marzo pasado, el gobierno anunció un plan para pagar 6 400 millones de dólares en dos meses, pero era apenas una gota en un océano de compromisos.
Las cifras más recientes hablan de una deuda con proveedores que supera los 133 mil millones de dólares, con la meta oficial de reducirla a 77 mil millones en seis años.
El problema no es solamente financiero, pues la empresa arrastra un pasivo laboral que, al cierre de 2024, ascendía a 1.2 billones de pesos.
Pensiones, indemnizaciones y prestaciones pactadas en un contrato colectivo que consume cerca de 90 mil millones de pesos anuales, un monto similar al presupuesto de todo un programa nacional de infraestructura ferroviaria.
Es una carga que crece conforme se amplía la plantilla y se jubilan más trabajadores, y que el sindicato -hoy bajo el mando de Aldana Prieto- acepta discutir, pero siempre bajo la condición de que no haya pérdidas para sus agremiados.
La presidenta Claudia Sheinbaum ha prometido revisar el sistema de pensiones y renegociar el contrato colectivo para el periodo 2025-2027, pero no parece dispuesta a enfrentar un conflicto frontal con el sindicato, lo que seguramente mantendrá las cosas igual para la petrolera.
Mientras tanto, Pemex sigue sin capacidad real de inversión, atrapada entre el peso de sus deudas, el costo político de tocar privilegios sindicales y la urgencia de mantener la producción para no perder participación en un mercado energético que avanza hacia nuevas tecnologías.
Cada proveedor que sigue esperando su pago desde hace meses o años, es un recordatorio de que los problemas no se resuelven con discursos nacionalistas ni con nostalgias setenteras.
El rescate prometido por el compañero Andrés Manuel en 2018 terminó convirtiéndose en una prolongación del deterioro.
La empresa que alguna vez fue símbolo de orgullo nacional hoy es un agujero negro para las finanzas públicas.
La prometida transformación de Pemex para ser nuevamente un garante de la soberanía energética, se quedó en la narrativa demagógica tan característica de López Obrador, como de sus antecesores en su tiempo.
Por. Tomás Briones
abarloventotam@gmail.com




