8 diciembre, 2025

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El acantilado de la vida

EL FARO/FRANCISCO DE ASÍS

El hombre estaba parado al borde del acantilado, donde el viento solía jugar con su cabello y el atardecer le regalaba un espectáculo que siempre lo había hecho sentir vivo. Ese sitio había sido, durante años, su refugio silencioso. Pero aquella tarde, mientras el crepúsculo se deslizaba hacia la oscuridad, sintió que algo dentro de él también comenzaba a apagarse. El cielo era hermoso, sí, pero sus ojos ya no lograban celebrarlo. “Se me está oscureciendo la vida…”, pensó.

Parecía que todos los achaques de la edad hubieran llegado al mismo tiempo. Le dolían las rodillas, y cuando trató de recordar el nombre del médico que lo revisaba, la memoria le falló. “Hasta mear cuesta trabajo”, pensó con una mezcla amarga de humor y resignación. Durante el día pequeños recuerdos se le habían escurrido entre los dedos. No era solo la edad: era la tristeza acumulada desde la muerte de su esposa, la jubilación que lo lanzó a un incómodo sentimiento de inutilidad, la casa demasiado grande y silenciosa.

Recordó a sus amigos. Los que quedaban. Uno ya no caminaba, otro veía poco y oía menos; los restantes cargaban con dolencias, y los demás… bueno, los demás ya habían partido. La soledad los iba cercando como una marea inevitable. Y los hijos -tenia dos- viviendo su vida.

Ese día hubo algo aparentemente insignificante que, sin embargo, le cambió la mañana. Al sacar la basura vio al perro callejero con el que siempre peleaba. Antes él lo espantaba, el perro gruñía y mantenían un viejo ritual de desconfianza. Pero esa vez algo lo detuvo. Tal vez fue la tristeza en los ojos del animal, o quizá la suya propia. Dejó la bolsa, buscó un plato, agua y un poco de pollo. El perro dudó, se acercó y terminó moviendo la cola. Luego, casi sin pensarlo, lo bañó con una manguera de agua tibia. No era su perro, pero durante unos minutos sintió que le pertenecía. Y qué extraño: al hacerlo se sintió… útil. Vivo.
“Voy a cuidar de ti”, le dijo.

Pensó entonces en las pequeñas tareas que nunca valoró y que ahora parecían sostenerlo: regar las plantas que aún guardaban el recuerdo de las manos de su esposa, acomodar la cocina que tanto le fastidiaba, caminar hasta la tienda solo para saludar a la muchacha de la caja. Nada heroico. Pero eran bocanadas de aire, recordatorios de que todavía estaba aquí.

Miró el horizonte, que ya perdía sus colores. “¿Sigue algo en mi vida?”, se preguntó con una mezcla de miedo y resignación.
—Así empieza —murmuró—: cuando los días se vuelven demasiado silenciosos y uno confunde el cansancio con un final que todavía no llega; cuando la vida parece apagarse sin que en verdad lo esté; cuando las cosas pesan más no por lo que exigen, sino por lo que recuerdan; cuando empiezas a sentir que el mundo camina sin ti.

Y viendo el paisaje, se preguntó:
—¿Estoy en mi acantilado?
Ese pensamiento lo estremeció… pero enseguida llegó otro, inesperado: “Hoy tuve un buen día”.

Esa tarde había ocurrido algo distinto. Se cruzó con un viejo conocido, alguien con quien nunca había hablado más de dos frases y que siempre le había “caído gordo” sin razón concreta. Se saludaron por compromiso, caminaron unos metros y, sin saber cómo, la conversación comenzó a fluir: primero torpe, luego curiosa, luego cálida. Descubrieron historias comunes, achaques similares, miedos espejeados por la edad.

Terminaron en la cafetería del supermercado, frente a dos cafés amargos y un pan que ninguno pensó en comer. Su conocido —Julián, ahora con nombre y una sonrisa franca— le contó que por las mañanas caminaba varios kilómetros y hacía algo de ejercicio. “Nunca me ha gustado eso”, pensó él, pero el entusiasmo de Julián era tan contagioso que terminó aceptando acompañarlo al día siguiente.
—Para que veas también el amanecer, no solo el crepúsculo —dijo Julián, dándole una palmada en el hombro.

Él, sorprendido por la emoción que sintió, alcanzó a decir sin pensarlo:
—No sabía que eras mi amigo…
La sonrisa que recibió fue como un pequeño faro encendiéndose en su interior.

Cuando la plática terminó, ya era de noche. Luna nueva. El cielo estaba sembrado de estrellas que brillaban con una claridad que lo conmovió. En ese instante comprendió que la oscuridad no era siempre una amenaza: también podía ser un lugar donde renacer.
Entendió, con una serenidad nueva, que no podía evitar la edad ni los olvidos, pero sí podía elegir cómo caminar hacia adelante. Se dirigió a su casa. Al llegar, encendió la luz de la sala. Sobre la mesa lo esperaba un cuaderno que llevaba meses sin abrir. Lo tomó, respiró hondo y escribió en la primera página: “El acantilado de la vida”.

El acantilado no era un final: era el mirador desde donde podía volver a sentirse vivo.
De pronto reaccionó sobresaltado por una mezcla de alarma y cariño, con la urgencia de quien recuerda una responsabilidad recién adquirida. Se incorporó de golpe:
—¡El perro!

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