13 diciembre, 2025

13 diciembre, 2025

Posmodernidad mexicana

El mundo de Nunca Jamás/ Pedro Alfonso García Rodríguez

El 1 de enero de 1994, una noticia estremeció a México y a la comunidad internacional: el levantamiento del EZLN como movimiento armado popular, con un trasfondo complejo que a su vez arrastraba toda una historia de vejaciones.
El levantamiento armado que no llegó a serlo, y el despliegue de una milicia conformada por pobladores tzotziles, acapararon los reflectores por todas las connotaciones que componían su lucha.

La sublevación de indígenas, el sector de la sociedad mexicana más desprotegido e ignorado, era una protesta radical contra el Estado por su incursión al Tratado de Libre Comercio, recientemente firmado por el entonces presidente Carlos Salinas de Gortari.
Una historia con tanta cobertura y tan conocida fue también un duro golpe de realidad ante las fallas de la modernidad mexicana, con un “azote” de posmodernidad.

Un grupo originario discriminado, con su historia contada por sus conquistadores, acoplado a costumbres a las que era ajeno y con un modo de vida comunitario, ahora enfrentaba a empresas paraestatales estadounidenses tecnificadas y con recursos ilimitados.
Un partido político que intentaba una modernización del esquema económico del país vecino —y país hegemónico a nivel mundial— evidenciaba sus carencias tras un desarrollo estabilizador que se desmoronó durante las pasadas décadas.

Y un modelo de país, implementado por el partido político que imperó tras el fin de la etapa revolucionaria, agotado, fracasado y ahora en una constante depuración de gremios, caciques y liderazgos sindicales que, de la noche a la mañana, “apestaron”.
Estados Unidos recién iniciaba su mayor etapa de prosperidad y su modelo imperialista transnacional estaba sediento de crear nuevos nichos de desarrollo con la explotación de recursos naturales y humanos.

Y mientras el régimen de partido en el país poco a poco se desmoronaba, la sociedad iniciaba un proceso de intercomunicación que terminó por conformar a la actual.
Además, se configuraban los fenómenos sociales que actualmente prevalecen a lo largo de todo su territorio, como el narcotráfico.
El neoliberalismo terminaría por aterrizar el sueño “juarista” de una sociedad ajena a los esquemas impuestos por la Iglesia como máxima autoridad del país, con la consolidación del valor del Estado y el asomo de la verdadera meta: un Mercado omnipotente y regidor final.

Junto al movimiento zapatista, el neoliberalismo sería determinante para el aterrizaje forzoso de la posmodernidad mexicana y para evidenciar las fallas de la modernidad nacional en todos sus aspectos (desde el ámbito político y social, sin descartar las históricas deficiencias económicas).

De origen, la modernidad mexicana, en sus constantes intentos por concretarse como proyecto, fracasó frente a una posmodernidad que creció a la par de una población sin una identidad definida, atravesada por múltiples identidades de origen.
Nunca existió un molde verdadero ni un prototipo del mexicano, incluso en los tiempos del dominio del priismo, cuando la radio y la televisión eran su ventana para mostrar una propaganda forzada y sin un fin determinado.

En cada una de sus etapas históricas, incluida la actual de la “transformación”, el país no logra consolidar su modernidad y, de frente, se asoma una posmodernidad que pareciera ser el problema que no nos permite avanzar o, tal vez, la verdadera solución, aun si adoptarla por completo culminaría en un acto suicida.

Los intentos de establecer una modernidad mexicana se pueden delimitar en tres periodos con su detonante y su fase final: el primero, con el inicio de los cimientos del Estado mexicano a partir del movimiento de Independencia y la creación, al menos en papel, de México.

Una etapa de inestabilidad, marcada por intervencionismos y por un sector conservador heredero de la colonia y regido por una Iglesia que se negaba a renunciar a sus facultades históricas.

Una segunda fase inicia con la Reforma, que le arrebata al clero el control de las instituciones, las acopla a un Estado laico y terminaría desembocando en una dictadura de 30 años con Porfirio Díaz.
Un periodo de estabilidad nacional que asomó al país a una concepción de “orden y progreso”, que terminaría por aterrizar a la modernidad como meta principal. Los desarrollos tecnológicos y la vanguardia contrastaban con una sociedad reprimida y dominada por latifundistas, bajo un modelo económico aún considerado feudal.

Y, curiosamente, esos feudalismos dieron origen a una generación que inició la Revolución mexicana, que, más allá de influir al final en el modo de vida de las personas, terminó culminando en la creación de un régimen de partido: un desvirtuamiento que al final encajaba bien con todas las variantes de modernidad.

La era póstuma a la Revolución fue crucial para la creación del Estado mexicano moderno, impulsado por un desarrollo industrial al que el país llegó tarde, pero que desarrolló con rapidez. Se crearon o impulsaron ciudades y regiones en todos los estados del país, algo que durante años se mantuvo exclusivamente en la Ciudad de México.

Y fue tal vez ese desarrollo regional el que terminó por aterrizar a México y a los mexicanos en la posmodernidad.
El desarrollo de una sociedad plural, infinita en versiones, fue consecuencia de todos los movimientos migratorios llevados a cabo durante toda su historia, pero acentuados también por el fenómeno de la inmigración a Estados Unidos.
Y, evidentemente, la influencia estadounidense como rector latinoamericano e influyente en el desarrollo económico de múltiples regiones.
La Ciudad de México, como epicentro de una urbe diversa, nutrida de habitantes provenientes de prácticamente todos los rincones del país, de Estados Unidos y del mundo en general, desencadenó un movimiento estudiantil en 1968 que cambiaría por completo la narrativa romántica sobre la concepción real del Estado.

El desarrollo de una “sociedad civil”, cuyo activismo, además de su cercanía con un sector de operación territorial del PRI descontento, terminó por apoderarse de la ciudad y debilitó al régimen de partido, que tuvo que recurrir a una iniciativa privada en proceso de madurez, gracias al neoliberalismo, y que recibió la estafeta del poder durante 12 años.

Esos 12 años de alternancia política terminaron por desmoronar la concepción tradicional de Estado moderno y fueron, al final de cuentas, la etapa en la que fue más evidente la paridad de una modernidad en descenso y una posmodernidad ascendente, efervescente.
Los gobiernos emanados del Partido Acción Nacional tenían un objetivo en común: el rescate de la concepción de una sociedad mexicana sometida nuevamente a la moral estipulada por la Iglesia y al prototipo de mexicano que compartiera similitudes de sometimiento al Estado y al capital, aun bajo la simulación de una democracia no consolidada.

El afán por desaparecer el corporativismo que por mucho tiempo evitó la emergencia de nuevos actores durante el priismo fue también el de desmontar al defensor de los usos y costumbres, del valor de la vida comunitaria, que el neoliberalismo al final intentaba transformar en una “franchise”.
Pero no fue la influencia estadounidense, producto de su imperialismo cultural-comercial, lo que definiría la identidad de un sector de la población mexicana, sino más bien el fenómeno de la inmigración y también el del narcotráfico los que fueron delineando nuevos estratos sociales ajenos al modelo económico impuesto desde el origen.

La inmigración influyó en algunas comunidades mexicanas, primero acentuando e incluso borrando la brecha en la distribución del ingreso en comunidades que dieron un salto a la modernidad sin la influencia del Estado y, más bien, por una población que adoptó la cultura y la visión del mundo estadounidenses, con todos sus aspectos positivos y negativos (¿al final qué es qué?).
De la mano, esas rutas naturales de migración humana existieron desde los albores de la conformación de las sociedades del norte del país, cuya economía tuvo un esplendor en la etapa de la prohibición estadounidense y que, además de fomentar su desarrollo económico y su potencial agropecuario e industrial, impulsó de manera paralela todo tipo de actividades ilegales.

Y fue la narrativa del narcotráfico, la máxima expresión de los excesos corporativistas de la era priista, la punta de lanza para emprender una lucha civil entre el Estado y civiles, bajo la emulación bien aprendida de Estados Unidos, que utilizó en esa misma década su maquinaria bélica en contra de los “grupos terroristas” de Medio Oriente tras el 11/S.

Fue la forma en la que el gobierno intentaba instalar por completo su modelo de libre mercado, delimitado más bien por la ausencia de libertades y por esa modalidad tan estudiada desde el enfoque posmoderno: los desplazamientos humanos.
Numerosas comunidades tanto rurales como urbanas, a lo largo del territorio nacional, experimentaron una vorágine y una era del terror producto de los millones de dólares provenientes del tráfico de drogas y otras mercancías, de la inmigración y de la presencia, aunque fuera por la vía armada, de autoridades ausentes durante décadas de priismo en crisis.

Las nuevas narrativas del narcotráfico, acompañadas de los excesos del capitalismo estadounidense, fueron al final punto de partida de nuevas áreas de desarrollo que no eran ajenas al mundo. En países como Colombia fueron una constante durante la década de los noventa y principios de los dos mil.
Desde la crisis de 2008, año en el que se acentuó la violencia en todo el país producto de la guerra en contra del narcotráfico y de una crisis económica global sin precedentes, la constante en regiones como la frontera de México y Estados Unidos fue la de un apresurado crecimiento económico y demográfico, con todas las deficiencias de un Estado incapaz de dar cobertura, y con un narcotráfico adueñado de los espacios. Al final, en una etapa de extrema violencia, era difícil asegurar quiénes eran los héroes y quiénes los villanos de la historia.

Y fue un fenómeno de alcance nacional que terminó llegando a cada rincón del país. Lo que geográficamente era un fenómeno proveniente del oeste hacia el este terminó por “corromper” esa necesidad natural de la sociedad mexicana de tener un sistema presente, aun si fuera con toques autoritarios.
Y esa tal vez fue la fórmula mágica para el regreso y última oportunidad del PRI en el poder del país. El hartazgo de un panismo frívolo, incompetente y diezmado ante todas las estructuras septuagenarias del dinosaurio terminó claudicando ante el enemigo que juraron vencer.

Mientras tanto, Andrés Manuel López Obrador, conocedor de la esencia del mexicano tras años de recorridos a lo largo de todo el país, comprendió la composición posmoderna de la sociedad mexicana sin renunciar a su proyecto exageradamente moderno, como lo es la 4T.
Cada gesto, cada movimiento, cada acción del expresidente arrastraba connotaciones de todo tipo en un experto en enviar mensajes directos o indirectos.

Su cercanía con capos de la droga, de manera deliberada, enviaba un mensaje de amnistía y de simpatía hacia cualquier mexicano, incluso aquellos considerados delincuentes y como el enemigo a vencer en una narrativa de buenos y malos que desde el final de la Guerra Fría terminó por agotarse e implementarse de manera tardía en el país.

La cacería inicial de la corrupción como el enemigo a vencer era, al final, la fabricación de otra narrativa para arrebatar el poder económico a los grupos políticos priistas y panistas, y además para legitimar su proyecto de gobierno.
¿Y cuál fue en realidad su verdadero proyecto de gobierno? Simple y práctico: acciones sistemáticas de renta universal y de atención universal, operadas por un Estado omnipotente, ejecutor de una política de masas que, además de credibilidad y legitimidad, le permitiera continuidad.

Y es tal vez la era obradorista la que impulsó un mayor avance de la posmodernidad mexicana y de una sociedad cada vez más ramificada y entrelazada por la vasta composición de población, de intercambios interculturales y de una estratificación social variada, con otras más emergentes, entre la consolidación de una sociedad bajo la influencia de la cultura de la ilegalidad y, ahora, defensora de un proyecto de país naciente y de impacto generalizado.

Mientras la élite del obradorismo colisionaba entre aliados provenientes del pasado y los activistas de siempre, permeados hasta la médula de posmodernidad, tarde o temprano la visión hegemónica del país que perduró durante todo el siglo XX chocaba con las múltiples versiones del mexicano que contempla su nueva ola.

Y en los tiempos de un mundo convulso, entre el viejo orden que ha quedado acorralado por la influencia del mundo de la web y de las redes sociales, ese mismo viejo orden terminó por adoptar las mismas plataformas para ganar más adeptos o, al menos, para propiciar campañas de desestabilización.

El anhelo de regresar a un pasado que prácticamente ya no existe y que podría acabar con la humanidad encaja poco, aun frente a un proyecto tan moderno por el fin de un dominio social como lo es la 4T. Y, ante el afán de perpetuarlo, aun con la constante amenaza de un regreso al pasado, AMLO, en su respuesta para evitar el colapso, no encontró otra solución que una vacuna marcusiana de una sociedad liberada con el objetivo final de lograr la “fantasía” del “fin de la historia”.
Aun con el proyecto de renta universal y de apoyos a las comunidades más marginadas, la Nueva Izquierda contempló diversos aspectos para lograr la liberación suficiente que, por compromiso social, fomente el freno a los avances autoritarios.
Y el gran pendiente a nivel mundial, incluido un país tan retrógrado como México, es todo lo concerniente a la equidad de género y a la ampliación de los espacios de poder para las mujeres, de manera que siempre obtengan una mayoría en la toma de decisiones políticas. Ello abrió el camino para la incursión de mujeres en los espacios de poder, como al final ocurrió con la elección de la presidenta Claudia Sheinbaum Pardo.

Para AMLO, al menos en su peculiar forma de hacer política, la historia terminó, y solo así era posible iniciar una nueva era para lograr una
verdadera hegemonía del poder en el país sin el riesgo de caer en autoritarismos.
Los grandes pendientes del país siguen más presentes que nunca y las problemáticas externas e internas aumentan al grado de generar un constante ambiente de inestabilidad.

Y tal vez esos problemas son, en realidad, todas las variantes de un México posmoderno que se impone ante cualquier proyecto moderno. Son las múltiples versiones del país y de los mexicanos que sobrepasan la capacidad del Estado para contemplarlas.
El hecho de abrir el espacio a las mujeres en un ámbito dominante del Estado es lo que inicia una nueva realidad nacional que se transformará en múltiples realidades y que termina por frenar los intentos de los poderes del pasado por volver a concentrar todo en una misma visión de país.

Y esa es, al final, la principal amenaza de una posmodernidad completamente instaurada en el país por encima de visiones modernas como el proyecto de la 4T.
Ante el aumento de realidades, principalmente en un modelo patriarcal milenario, existe el riesgo de que terminen por concentrarse en una sola, como un regreso a la principal crítica de la posmodernidad: que la realidad imperante es la de la clase social dominante.
Sin embargo, de concretarse el proyecto de iniciar una profunda transformación de la vida pública dominada por mujeres, las nuevas visiones y versiones de país, alejadas de una hegemonía patriarcal, propiciarían múltiples realidades que, al final, imposibilitarían la concentración del poder y del capital.

Y es ese tal vez el hilo delgado del que pende nuestro país, entre dos modelos que mantienen una fricción constante, mientras la era del streaming y la Inteligencia Artificial aparece como un hoyo negro que podría tragar, devorar o erosionar en partículas de polvo todo lo que podemos conocer hasta el momento como humanidad y, claro, como país en nuestro caso.

@pedroalfonso88

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