Hace más de quince años un grupo de mexicanos progresistas y deseosos de otorgarle un sentido a la transición política que despuntaba, creamos un movimiento social al que llamamos “Nueva República”. Su propósito expreso era la promoción de una reforma profunda del Estado mexicano a través de un proceso constituyente que no fuera resultado de los arreglos entre los grupos del poder sino que involucrara a las organizaciones de la sociedad.
La iniciativa de entonces se vio frustrada por la llegada al poder de gobernantes que prefirieron medrar al amparo de las instituciones del antiguo régimen y profundizar la entrega de los intereses del país al extranjero. La alternancia en el poder no ha sido acompañada de cambios sustanciales en el rumbo político y económico del país ni en la indispensable reforma de las instituciones.
Nuestro país padece, desde hace cuando menos tres decenios, una crisis en las instituciones públicas que se agrava día con día como si se tratara de una enfermedad progresiva que precipita la decadencia en todos los órdenes de la existencia colectiva. Los males que nos aquejan son consecuencia de un ciclo histórico caracterizado sobre todo por la implantación extrema del neoliberalismo en nuestro país, el cual ha determinado una aguda disolución de nuestra capacidad soberana para tomar decisiones y las ha trasladado hacia las finanzas internacionales y los poderes fácticos.
Sus dramáticas consecuencias son innumerables pero pueden sintetizarse en la ruptura del tejido social por el aberrante incremento de la desigualdad, así como en la corrupción que vincula funcionalmente a segmentos del poder público con la criminalidad. La inseguridad y el desánimo colectivo son el rostro visible de ese proceso. La sociedad lo sabe y por ello surgen brotes de descontento generalizado que reflejan la indignación ciudadana.
Al margen, y aun en contra de las instituciones y de los partidos políticos, emergen voces y se organizan acciones colectivas en busca de un nuevo sujeto social que —como afirma Raúl Vera— sea “verdaderamente comunitario y compacto”, capaz de elegir con toda libertad y consenso real a quienes representen los anhelos y aspiraciones de la población. Según sus promotores, el eje aglutinador de ese proceso sería un congreso constituyente alternativo que surgiera de una representación política genuina y distinta de la prevista en la legislación actual.
Otros hablan de que en México existen condiciones pre-revolucionarias, sin mirar la enorme concentración armada que acumulan tanto las fuerzas militares como las organizaciones criminales. Pensar en una multiplicación de los mecanismos de autodefensa que suplantaran el ejercicio institucional del poder resulta ilusorio y generaría aún mayor confusión y una escalada de enfrentamientos que podrían anular o liquidar al Estado-nación.
Los promotores de un cambio verdadero rechazan la disyuntiva de alentar una espiral de violencia y pregonan la ruta de la movilización social pacífica como está ocurriendo en distintos países del mundo. Es necesario encontrar la vía para generar una representación política genuina que reconozca la profundidad de la crisis y se proponga arribar a un auténtico Estado de Derecho.
El problema reside en que las instituciones existentes están rebasadas y los pactos oligárquicos nos han conducido a la devastación que padecemos. Debiéramos aprovechar el pico más alto de esta crisis para generar en todos lo ámbitos del país una conciencia de cambio y la necesidad impostergable de refundar la República.
Los períodos históricos se agotan y cuando esto ocurre llega la hora de decisiones fundamentales. Resulta urgente aglutinar las demandas sociales y las agendas transformadoras mediante la discusión pública que conduzca a un nuevo pacto social. El proceso electoral en curso carecería de sentido si se ausentara de lo que ocurre en las calles y en las conciencias de los mexicanos, sólo conduciría a legitimar el anacronismo, la degradación del sistema prevaleciente y de las políticas que nos han llevado a un callejón sin salida.
Lo esencial es convertir el desencanto y la frustración colectiva en madurez ciudadana, con la determinación de imaginar y reconstruir el futuro sin la intermediación de los lastres que contribuyeron a precipitar el desastre. Una auténtica regeneración nacional.