Ayer, el gobierno federal confirmó que en el quehacer público, la historia es recurrente.
Usted ya lo debe saber: el presidente Enrique Peña Nieto nombró este martes pasado como secretario de la Función Pública, a Virgilio Andrade, ex consejero electoral, cuya responsabilidad incluye una encomienda además de especial, inédita. Nada menos que encabezar una investigación para determinar si hubo conflictos de interés en los contratos asignados por dependencias federales, con empresas que celebraron compraventas de inmuebles con su esposa, Angélica Rivera de Peña; con el secretario de Hacienda, Luis Videgaray y con el propio mandatario, en el caso de una casa adquirida en un fraccionamiento de Ixtapan de la Sal.
En forma similar, aunque no para indagar sobre casos tan delicados como los que atañen a su familia y al mismísimo Presidente, un antecesor de Peña, José López Portillo, creó la Secretaría de la Contraloría –con atribuciones semejantes– y nombró a Francisco Rojas como su titular. Públicamente la instrucción fue poner al descubierto todos los casos de corrupción en esa administración y fue tan intimidatorio el anuncio, que al Secretario en cuestión le adjudicaron el mote de “Paco Rejas”.
¿Qué sucedió en ese entonces?
La dependencia se utilizó para revanchas políticas y bajarle humos a quienes se sentían tocados por la mano de Dios. El mismo Rojas, por encargo del siguiente Ejecutivo, Miguel de la Madrid, lo demostraría al acusar a Jorge Díaz Serrano, ex Director General de Pemex, por un presunto fraude de 36 millones de dólares en contra de esa empresa. El origen no fue la transparencia, sino la venganza, por haberse atrevido el entonces senador –después desaforado– a jugarle las contras a De la Madrid durante la sucesión presidencial. La teórica moralización se fue al cuerno.
Hoy, la interrogante es si en un juego de palabras, realmente funcionará la Función Pública. Y las preguntas son:
¿Se atrevería Andrade a poner en el balcón operaciones ilegales de la todavía por muchos llamada Primera Dama de México?
¿Sería capaz don Virgilio de formular acusaciones que necesariamente derivarían en un proceso penal, contra el propio Presidente?
Endiabladamente complicado es responder a esos cuestionamientos, pero sobre la marcha, conociendo aunque sea por encimita a la política nacional, dos factores se asoman como posibilidades.
El primero, que ojalá fuera así, es que el Presidente Peña realmente no tiene algo que temer ni cola que le pisen en los terrenos de esa investigación. Sería ese balance una saludable oxigenación en un ambiente de creciente incredulidad y sospecha hacia el manejo de las finanzas personales del mandatario federal.
El segundo es mucho menos deseable, pero en forma lamentable es también el que más piso parece tener: Que como en otros tiempos era común, todo vestigio de ilegalidad haya sido borrado y esas operaciones se encuentren ahora más limpias que el cristal puro.
Cualquiera que sea la verdad, un saldo es el que no podrá remediarse.
Por más confianza profesional que se tenga en Virgilio Andrade, por más pulcra y apegada a derecho que sea su investigación, la imagen presidencial nunca podrá ser la misma de dos años atrás, como tampoco una figura rota es la misma después de ser pegadas sus partes, por fina que sea la reparación.
En ambos casos, la conclusión es irreversible: Las señales del daño, quedarán marcadas para siempre…
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