La primera víctima. Los tiempos electorales no son los mejores para la búsqueda de la verdad en el debate público, sugería la semana pasada George Friedman, de Stratfor, la activa empresa privada estadounidense especializada en análisis e inteligencia a escala global.
En realidad se trata de una prolongación de la propuesta central del libro clásico de un corresponsal desde los frentes de batalla, Phillip Knightley, en el sentido de que la primera víctima de las guerras es la verdad.
Pero Friedman hablaba a propósito del abrupto rechazo del primer ministro israelí al derecho del pueblo palestino a constituir su propio Estado. Su declaración la hizo al pie de las urnas y el efecto buscado no se hizo esperar: el voto de los ultranacionalistas más proclives a la guerra y al prejuicio antiislámico inclinó el resultado final al triunfo de Netanyahu, a pesar de los bajos niveles de aprobación de su gobierno por el deterioro de la economía de los israelíes.
Pero tampoco se hicieron esperar los efectos colaterales indeseables, como la renuencia de los líderes centristas a formar gobierno con el beligerante líder de ultraderecha. A ello se agregó el aturdimiento de sus interlocutores nacionales e internacionales y su exigencia de esclarecer cuál sería la verdadera posición israelí: el compromiso que refrendó su primer ministro como jefe de gobierno, a favor de la solución de dos Estados en la región, o su virtual declaración de hostilidades contra el Estado Palestino, que hizo como candidato a la reelección, al inicio de la jornada electoral.
Incertidumbre. Todavía más: en sus arrebatos de campaña, Netanyahu incurrió en una expresión que la comunidad internacional consideró como racista, al descalificar el voto de los ciudadanos israelíes de origen árabe con base en el prejuicio de la derecha de que los árabes no votan como individuos o incluso como humanos, sino como manadas o rebaños (‘droves’).
En fin, los efectos perturbadores de la estrategia discursiva de este gobernante en campaña han llevado al mundo a considerar que se cierran las puertas para una salida negociada del conflicto con los palestinos. Y las disculpas recientes de Netanyahu no alcanzan a disipar la incertidumbre sobre si esta aparente corrección —o las posiciones anteriores— expresan su verdadera posición.
Las lecciones del reciente proceso electoral de Israel tendrían que incorporarse a la agenda mexicana en estas vísperas de las campañas con miras a las elecciones de junio.
Idealización y satanización. De hecho podemos encontrar paralelismos más profundos entre México e Israel. Y aquí está la tendencia sistemática a ‘hiperidealizarnos’ o a ‘sobredemonizarnos’ que podemos encontrar entre nosotros y que encuentra también en su país el gran escritor israelí David Grossman. “Son dos maneras, en realidad, de deshumanizarnos”, observa en medio de la muerte, los odios, la destrucción y la violencia de su entorno.
Aquí vivimos esa suerte de hiperidealización de la supuesta excepcionalidad mexicana, de su modelo político a toda prueba, de su productiva estabilidad —en la época del partido dominante—: esa forma la deshumanización a que alude Grossman en cuanto nos suponía al margen de la defectuosa generalidad de los humanos. E iba más allá, con sus derivaciones a nuestra también supuesta y privilegiada singularidad en un mundo en crisis políticas y económicas permanentes.
Pero de allí transitamos desde mediados de los noventa a la sobredemonización y al autoescarnio nacionales en un extraño afán de encontrar ahora la excepcionalidad mexicana en sus defectos y miserias: violencia, impunidad y corrupción, como si se tratara de una rareza en un mundo supuestamente en paz, justo y puro. “Sólo en México puede pasar tal o cual”, dicta el provincianismo malinchista desde la ignorancia, pero también desde la otra forma de deshumanización de que habla Grossman: la que pretende colocarnos al margen de los mejores rasgos humanos.