Una sana mezcla de escepticismo histórico y de optimismo tropical domina la conversación en calles y cafés de La Habana ante la iniciativa del presidente Obama de abrir negociaciones con el gobierno cubano con miras a poner fin a la anormalidad del bloqueo estadounidense a la isla.
El cubano de la calle sigue siendo, en promedio, más informado del entorno global que el norteamericano común. Y desde luego, más politizado. Su conversación llega a los pormenores. Sabe del debilitamiento del presidente Obama tras la elección pasada y conoce del asedio de la derecha estadounidense contra toda actividad de la Casa Blanca, sea en defensa de su programa de salud, de su plan en materia de migración o de su proyecto de apertura al diálogo con gobierno cubano.
Las y los cubanos vislumbran los altos grados de dificultad —unos hablan de imposibilidad— de que el gobierno de Estados Unidos pueda abrirle paso a los primeros planteamientos puestos sobre la mesa por el gobierno de la isla para entrar en materia. El primero, sacar al Estado cubano de la lista de regímenes terroristas. El segundo, desbloquear las relaciones financieras para permitir operaciones de la banca internacional. Y el tercero, poner fin al estatus de bastión colonial estadounidense en Guantánamo, en posesión de Washington desde que intervino la independencia cubana de España al empezar el pasado siglo XX. Un primer paso aceptable para Cuba sería que ese territorio dejara de ser al menos el sitio de confinamiento de excepción de todo sospechoso de terrorismo a escala global.
¿Un amigo terrorista? En un plano de normalización de relaciones, la primera condición cubana tendría que cumplirse casi en automático. Sería aberrante que la Casa Blanca se hubiera abierto la posibilidad de volver a ser amigo de alguien a quien considera terrorista. Además, Washington no ha podido probar ese cargo, por lo que insistir en ello supondría poner al régimen castrista en ese estado de indefensión del que aquí hemos hablado y que lo obliga probar su inocencia: a probar que no es terrorista, en tanto el estadounidense no puede probar que lo es.
Las otras dos condiciones cubanas podrían ensamblarse puntualmente como piezas de rompecabezas con las posiciones estadounidenses. Liberar la economía cubana de los excesivos controles estatales, demanda Washington, un punto en que los marginales avances cubanos serían mayores si Washington embonara congruentemente esta demanda con la satisfacción de la demanda cubana de desbloquear las relaciones financieras para permitir aquí las operaciones de la banca internacional. Y respecto a la demanda estadounidense de mejorar la calificación cubana en materia de derechos humanos, o Washington deja de violarlos sistemáticamente en Guantánamo o se queda sin la menor autoridad para exigírselo a los demás.
Paisaje congelado. Por lo pronto, el tiempo sigue arrollando en los hechos la aberración del bloqueo económico a Cuba, uno de los últimos vestigios de la Guerra Fría, en liquidación desde la caída del Muro de Berlín, hace más de tres lustros. Y día a día arrasan con este vestigio no sólo los miles de turistas europeos y otros tantos latinoamericanos que llegan a la isla, sino también los cientos de jóvenes estadounidenses que colman las calles y las terrazas de La Habana, aunque sigan impedidos por las leyes de la intolerancia de hace más de medio.
Desde este hotel Habana Libre transcurre esta Habana cada vez más viva, sin embargo como congelada seis décadas atrás, con la más grande colección de autos de modelos de los años cincuenta y anteriores del siglo pasado, formando un paisaje fascinante para este adulto mayor mexicano. Pero este paisaje no les hace tanta gracia a los nuevos cubanos sin acceso al transporte moderno, individual o colectivo. Tan nuevos como mi bella compañera de este viaje, la radiante cuasi quinceañera Ana Trujillo, que obliga al adulto mayor a vislumbrar un futuro diferente del pretérito cargado de nostalgia de esta planta vehicular.